Sobre la curiosidad
0La curiosidad, o si se prefiere las conductas exploratorias, no son solo naturales en el ser humano sino que podemos observarlas en otros animales. En muchos seres vivos la exploración del entorno es condición necesaria para la adaptación a él, una rata que pulula por un edificio abandonado o una red de hormigas que se extiende por todo el jardín hacen patente que este impulso hacia la exploración está enraizado en numerosos seres.
No obstante, la curiosidad humana tiene algo de peculiar; gracias a nuestra capacidad de abstracción la curiosidad no es solo, ni prioritariamente, estimulada por la naturaleza misma sino por el conocimiento que sobre ella tienen otros animales humanos. El asombro que nace espontáneamente del examen directo de la naturaleza no debe ser menospreciado ya que es el motor fundamental del conocimiento, pero ese mismo conocimiento está fuertemente mediatizado por el entorno social del individuo. Las preguntas y respuestas que son suscitadas por nuestra curiosidad adquieren sentido y satisfacción en la comunicación con otros hombres. Las diversas ciencias y técnicas humanas son, en buena medida, construcciones sociales; aunque nos complazca y sea encomiable admirar al genio creador esta figura es una punta de iceberg sostenida por esfuerzos colectivos que se extienden en el espacio y el tiempo.
Por eso considero lógico que nuestra fascinación por la naturaleza devenga en fascinación por las habilidades o conocimientos que poseen otros seres humanos. La niña queda asombrada, en igual medida, por las habilidades de un malabarista que por un perro que salta vallas como si fuera un gato. Durante el proceso de maduración tal interés por las cualidades de otros animales puede mantenerse y acrecentarse aunque, lamentablemente, en muchas ocasiones tal inclinación se pierda o se tuerza.
Con suma frecuencia he observado con admiración en otras personas las habilidades o conocimientos que me eran ajenos, desde el virtuosismo de un instrumentista o cantante hasta la pericia de un artesano, pasando, ¿cómo no?, por el discernimiento de los sabios en sus diferentes campos. Así los otros hombres aparecen ante la mirada curiosa como fuentes de conocimiento y motivos para el asombro. También es cierto que algunas personas se asemejan a cáscaras hueras sin virtud alguna ni ímpetu de superación; y aún otros, como sapos hinchados, no se satisfacen con tu sincera curiosidad sino que parecen exigirte pleitesía y reverencia ante sus excelsas cualidades o, peor aún, reclamarte esa hipocresía que la gente decente llama “respeto”. Pero no seamos pesimistas o antisociales, ciertamente, en los establos siempre hay moscas y el espíritu sagaz sabe buscarse fraternal recreo lejos de balidos y revoloteos inoportunos.
Es complicado determinar la razón por la que muchos pierden este interés en el aprendizaje y la exploración al llegar a la edad adulta. Unos lo achacan al adocenamiento institucionalizado que se sufre en la escuela, otros a un proceso de pérdida de plasticidad de las redes neuronales y, aún algunos, a que la persona mayor tiene responsabilidades e inquietudes serias que le impiden invertir su tiempo en alimentar esa curiosidad que ocupa buena parte del universo mental del infante. Todas estas razones me parecen plausibles, algunas más que otras, de lo que no me cabe la menor duda es que superar esta pérdida del interés por conocer no es solo una labor personal sino una tarea que debería preocuparnos como sociedad.
Pero, como antes señalé, lo peor que puede pasarnos no es perder nuestra capacidad de asombro ante las virtudes objetivas de otras personas, lo peor es que esa curiosidad degenere y se transforme en resentimiento ante los mejores. La persona moralmente sana observa una representación de ballet y queda admirada con ese elemento mágico que tiene toda danza: el don de hacer cuerpo algo tan etéreo e intangible como la música; frente a esta actitud, la resentida se complace en los tropiezos del bailarín o se escandaliza por cuan corta lleva la falda la bailarina. Un relato sugerente abre las puertas de nuestra imaginación y nos transporta a mundos infinitos; el torpe, en vez de embelesarse con la lectura, busca ansiosamente errores formales en la expresión o tachas en la biografía del escritor para sacar la conclusión más cara a todos los mediocres: “no hay altura, todo es tan bajo como yo”. ¿Qué gris demonio pervierte nuestra alma infantil hasta el punto de convertir nuestra admiración por otras personas en deseo de enmierdar las virtudes que no nos son alcanzables? ¿Cómo erradicar de nuestras sociedades esa degeneración del carácter?