Tempestades de acero de Ernst Jünger
0 No soy un frecuente lector de libros autobiográficos, sin embargo la obra de Ernst Jünger “Tempestades de acero” ha sido una grata excepción en esta costumbre mía. Este libro por el que se hizo famoso el autor, narra las vivencias de Jünger en las trincheras del frente Occidental durante la I Guerra Mundial.
Este diario de guerra publicado por primera vez en 1920 tiene una lectura políticamente incorrecta, cosa nada sorprendente en una época tan correctísima en todo. Un espera leer un relato en donde se explique la crudeza de la guerra y su inutilidad, lo que no espera es leer un diario como este en donde se exprese tanto la crueldad de la guerra como su valor pedagógico; Jünger retrata a la guerra como un camino de crecimiento personal.
El fango, la metralla, el gas y los bombardeos de artillería forman la vida cotidiana de los soldados. Algo tan sencillo como el frío, el sueño o la humedad atormenta a la tropa mientra que los ratones comparten cama y alimentos con los infantes. Pero en este clima tan lóbrego Jünger retrata el valor y el afán de los hombres en toda su siniestra grandeza. Avances relámpagos iluminados por bengalas rojas, compañeros mutilados, metrallas que volatilizan a hombres y entre todo ese horror el corazón del soldado ansioso de lucha, que olvida el miedo a la muerte y grita de terror y de ansia mientras dispara casi a ciega.
También se percibe en la obra la evolución de la moral de la tropa y del propio escritor. La monotonía de la vida en las trincheras, el nerviosismo anterior a cada batalla y el derrotismo que se instala en el ejército alemán al final del libro, previendo la derrota que finalmente se produjo. Es interesante como el heroísmo da paso en el corazón del soldado a una cierta indiferencia sobre su destino; narra el autor como cuando tras horas de marcha, días sin apenas dormir y tras haber visto la muerte aparecer docenas de vece a tu lado ya todo parece dar igual y como sonámbulos los soldados se arrojan a la batalla.
Un libro crudo que refleja una guerra terrible pero también una época en donde los hombres todavía parecían albergar en su corazón fe hacia algo más allá de ellos mismos… incluso bajo tempestades de acero.
“Los pelotones colocaron los fusiles en un montón y se apretujaron dentro de un embudo enorme que había allí; yo y el alférez Sprenger nos sentamos en el borde de un embudo más pequeño. Desde allí veíamos, como desde un balcón, aquel gran cráter que quedaba debajo de nosotros. Hacía ya algún tiempo que venían alzándose, a unos cien pasos por delante de nosotros, llamaradas producidas por explosiones aisladas. Un nuevo proyectil estalló bastante cerca; los cascos de su metralla se estrellaron contra las paredes de barro. Un hombre se puso a gritar diciendo que había sido herido en un pie.
Mientras investigaba con mis manos la enlodada bota del herido buscando el orificio de entrada, grité a los pelotones que se distribuyeran por los embudos de los alrededores.
En aquel momento se oyó, a mucha altura, un nuevo silbido. Todos tuvimos la misma sensación, una sensación que nos estrangulaba; ¡esa granada viene aquí! Luego retumbó un estruendo monstruoso, ensordecedor – la granada había explotado en medio de nosotros.
Me levanté medio aturdido. Incendiadas por la explosión, las cintas de cartuchos irradiaban desde el gran embudo una luz de un crudo color rosa. Aquella luz iluminaba la densa humareda generada por el proyectil, dentro de la cual rotaba una masa de cuerpos negros, e iluminaba también las sombras de los supervivientes, que se desbandaban por todos los lados. Al mismo tiempo resonó un griterío múltiple, espantoso, un griterío de dolor y de peticiones de auxilio. El movimiento rotatorio de la oscura masa en las honduras de aquella olla humeante y ardiente abrió por un segundo, como una visión onírica del infierno, el abismo más profundo del Espanto.
Tras un instante de parálisis, de horror petrificado, me puse en pie de un salto y, como todos los demás, eché a correr a ciegas, hundiéndome en la noche. Caí de cabeza en un agujero, y sólo allí comprendí lo que acababa de suceder. – ¡No oír nada más, no ver nada más, alejarse de aquel sitio, desaparecer en la profunda oscuridad! – Pero ¡y mis hombres! Yo era el que tenía que ocuparme de ellos, a mí me habían sido confiados. – Me obligué a mí mismo a regresar a aquel lugar de espanto. Por el camino encontré al fusilero Hailer, el hombre que en Regniéville se había apoderado de la ametralladora enemiga, y me lo llevé conmigo.
Los heridos continuaban lanzando sus gritos terribles. Algunos llegaban hasta mí a rastras y, al reconocer mi voz, me decían entre gemidos:
-¡Mi alférez, mi alférez!
Jasinski, uno de mis reclutas más queridos, al que un casco de metralla le había partido el muslo, se agarró a mis piernas. Maldiciendo mi impotencia, le di unas palmaditas en los hombros, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. Instantes como ése se quedan grabados para siempre.
Tuve que dejar a aquel desventurado en manos del único camillero que aún seguía vivo, para conducir fuera de la zona de peligro al puñado de hombres que habían salido ilesos y que se habían congregado a mi alrededor. Media hora antes me hallaba aún a la cabeza de una compañía completa; ahora andaba errante por la maraña de las trincheras con unos pocos hombres enteramente abatidos. Pocos días antes un muchachito se había echado a llorar durante la instrucción porque sus camaradas se burlaban de él; le pesaban demasiado las cajas de munición. Ahora aquel muchachito arrastraba fielmente por nuestros penosos caminos aquella carga, que había conseguido salvar del lugar del horror. La visión de aquello acabó de hundirme. Me arrojé al suelo y prorrumpí en sollozos convulsos, mientras mis hombres, de pie junto a mí, me rodeaban sombríos.”
sé feliz