La participación en Owen Barfield
1¿Es real el arcoíris? ¿Ese semicírculo colorido que vemos formarse al lado de la cascada está ahí? En cierta manera así es, sin embargo, el arcoíris como tal no está en donde aparenta estar, si seguimos la línea curva de su figura, no encontraremos su final. Cambiando nuestra posición con respecto a él, lo veremos crecer o decrecer, incluso desaparecer… El arcoíris no es una realidad física en sí, sino fruto de la refracción de la luz sobre minúsculas gotas de agua, lo realmente existente son esas gotículas y la misma luz; las leyes de la óptica y la disposición de nuestros ojos hacen emerger la realidad del arcoíris. No es real en sí mismo pero lo hace real la percepción compartida que tenemos todos los seres humanos de él. Con este ejemplo Owen Barfield en su obra “Salvar las apariencias” pretende mostrar que no solo el arcoíris sino toda la realidad es una representación colectiva. Efectivamente, cuando pensamos ver una roca ¿qué vemos? ¿cuál es el fundamento de esa realidad que nos parece a todos evidente? Según la física actual, lo realmente existente son partículas atómicas que se rigen por leyes cuánticas, de hecho, la mayor parte del átomo es vacío, sin embargo, nuestra vista y tacto captan una superficie sólida que denominamos “roca”. Los objetos que nos rodean y nos parecen evidentes tienen la misma consistencia gnoseológica que el arcoíris, su realidad intrínseca nos es desconocida, solo percibimos una apariencia pero, ignoramos lo que está más allá de nuestra percepción, es decir, aquello no manifestado en lo que se funda la manifestación. La realidad adquiere entidad como acuerdo colectivo que le da un nombre y establece su ser.
La propuesta anterior no es nada original, desde Kant se sabe que lo real es fenoménico; pero a partir de este hecho Barfield, en la obra citada, pretende ir más allá y establece la tesis de que si la consciencia humana ha evolucionado a lo largo del tiempo, también ha debido evolucionar la realidad percibida por ella; en otras palabras, si establecemos que la realidad manifestada está interrelacionada con la comunidad de consciencias, debemos aceptar que la evolución de los procesos mentales de los sujetos habrá llevado aparejada la evolución de esa realidad manifestada. Al cambiar la consciencia que capta el mundo, cambia también el mundo que es captado.
Para desarrollar esa tesis el autor inglés considera pertinente analizar los modos del conocimiento humano. En primer lugar, tenemos la figuración. Con esta operación el intelecto nombra las cosas que capta a través de los sentidos. Cuando unos datos sensoriales llegan a nuestros sentidos, la figuración se encarga de organizarlos y definirlos. Nada indica en el gato que vemos la denominación “gato”, ese nombrar un conjunto de perceptos es la figuración. Aunque parezca una acción inmediata, la figuración depende no solo de la percepción sino también de la imaginación; está condicionada por experiencias previas, por la cultura a la que pertenecemos y por el modo de desarrollo de nuestra propia consciencia. Inmersos continuamente en la figuración, no nos percatamos de su carácter mediato.
A diferencia de la figuración, el pensamiento alfa es el pensamiento que relaciona figuraciones entre sí, sin ni siquiera ser necesario que esas figuraciones estén presentes. Es lo que podríamos denominar pensamiento ordinario que va desde nuestro pensamiento cotidiano hasta una teoría científica elaborada. En el ejemplo de antes, cuando pienso en el gato que vi, puedo preguntarme quién es su dueño, si estará pasando frío, lo hermoso que me ha parecido… Es decir tomo una figuración y la entrelazo con otras figuraciones, llegando en ocasiones a elaborar teorías complejas.
Por último, el pensamiento beta sería la capacidad que se observa en los humanos de pensar la relación entre las figuraciones y la propia mente. Este tipo de pensamiento es el que se cuestiona la naturaleza de la realidad y cómo se relaciona lo manifestado en nuestra mente con lo que es independientemente de nuestro pensar.
Se observa que cada cultura tiene un pensamiento beta particular, no todos los grupos humanos han entendido la relación entre su mente y el mundo de la misma manera; lo mismo cabe decir del pensamiento alfa, esta racionalidad consciente se desarrolla de muy diferentes maneras y está condicionada por la idiosincrasia de cada cultura. Se entiende que la manera de pensar de una tribu aferrada a una religiosidad chamánica no es la misma que la de un científico del siglo XXI. Pero siguiendo con estos paralelismos debemos concluir que, finalmente, tampoco la figuración es idéntica para todas las culturas; como muestran las peculiaridades lingüísticas y las observaciones antropológicas, el mundo sensible, considerado real, no es el mismo para todos los grupos humanos. Evidentemente, como seres con órganos perceptivos semejantes, el mundo de la figuración tiene puntos de contacto entre unas culturas y otras; no son mundos completamente desemejantes. Sin embargo, la diferencia persiste porque según en la cultura o momento histórico en el que nos encontremos, las personas vivencian espontáneamente un tipo de relación u otra entre su mente y el mundo, tal vivencia condiciona la propia figuración así como su pensamiento alfa y beta.
La afirmación de Barfield no es gratuita sino que se basa en investigaciones de numerosos antropólogos. Algunas culturas primigenias tiene vocablos para nombrar los árboles de su entorno pero carecen de un concepto para “árbol” o “planta”; los estudios realizado en algunos grupos tribales, han mostrado que carecían del principio de no contradicción; el mismo lenguaje tiene funciones diferentes, tiene un matiz más metafórico y poético para los grupos humanos primigenios que para los hombres civilizados. La conclusión de todas estas experiencias es que en el origen de la humanidad existía una especie de “participación original” de las personas con el mundo real. Esta participación original es difícil de comprender porque para nuestros antecesores que vivían en ella, era un a priori del que ni siguiera eran conscientes. Nosotros podemos entenderla más bien negativamente, como aquello que no es. En la mente de aquel que vive en ese estado de participación, la dicotomía sujeto-objeto no existe o no es tan drástica como para nosotros; la mente y el mundo que contempla pertenecen a un mismo nivel de realidad, ambos poseen una idéntica substantibidad. Por eso el hombre de las culturas primigenia tiene unos reflejos tan desarrollados, no está separado del mundo que le rodea, mente y mundo son realidades íntimamente ligadas. No existe para ellos un “fuera” o un “dentro” en relación a su consciencia como para nosotros; los actuales hombres del siglo XXI distinguimos claramente entre nuestra consciencia y el mundo manifestado que consideramos “externo”; para el humano que vive en la participación todo es externo, la mente es el espacio, y él mismo vive en un continuo de significación.
Nosotros aún podemos sentir puntualmente esta participación en momentos muy concretos. Por ejemplo, en nuestra niñez es frecuente que el infante se sumerja en el flujo de lo real sin establecer la férrea distinción entre su mente y el mundo manifestado que caracteriza al pensamiento adulto. Pero también el adulto puede sentir momentáneamente la participación original cuando se sumerge en una experiencia estética profunda o en el sentimiento oceánico. Estas sensaciones son fugaces ventanas a la participación original, pero carecen de posibilidad transformativa, ya que no persisten en el tiempo ni tienen la capacidad de romper las cadenas que nos atan a nuestra consciencia escindida.
Esta participación original, según nuestro autor, ha sido no solo la primigenia sino también el modo hegemónico de entender la relación entre la mente y el mundo, hasta hace apenas unos siglos. El ejercicio del pensamiento alfa socava esta participación porque hace uso de ideas y teorizaciones ejercitando la actividad mental; esta actividad disocia la mente del sujeto del mundo manifiesto por breves periodos de tiempo, lo que a la larga puede llevar a profundizar la distinción entre mundo interno (mental) y realidad externa (lo manifestado). Serían los filósofos, científicos e intelectuales, en general, los primeros en crear esa ruptura, aún cuando dentro de las experiencias religiosas anteriores también pudo producirse puntualmente esa distinción no participativa.
Owen Barfield considera que es factible encontrar rastro de esa participación original en filósofos anteriores. Por ejemplo, encuentra llamativo que mucho de los términos metafísicos que usaron los primeros pensadores griegos sean ambiguos para nosotros ; sin embargo, quizás no lo fueran para ellos. La filosofía grecolatina hace uso de vocablos como “nous” o “logos”, traducibles respectivamente como “mente” o “palabra-razón”, para referirse a principios fundamentales en la configuración del cosmos; podríamos ver aquí un indicio que la experiencia extra e intra subjetiva no se distinguía con la rotundidad que lo hacemos ahora. La misma teoría de las “formas” de Platón utiliza la palabra griega “eidos” emparentada con el verbo “ver” para referirse a una realidad trascendente a los entes físicos pero ¿qué significa para Platón ese trascender? Si analizásemos la teoría platónica presuponiendo una mentalidad participativa en aquella época, probablemente se abrían líneas hermenéuticas novedosas. Ciertamente, Platón no aclara el modo cómo las formas se relacionan con los entes concretos ni dónde o como debemos imaginar ese “mundo ideal” en donde se ubican las formas; es posible que desde la mentalidad participativa eso que para nosotros es una incógnita, no fuera ni siquiera un problema planteable, ya que se podría estar asumiendo como obvia la participación de las formas en las apariencias.
La Edad Media mantuvo igualmente esa participación que fue lo común en la antigüedad grecolatina. La idea de que el hombre es un microcosmos inserto en un macrocosmos mutuamente imbricados, era la percepción dominante no solo en la élite intelectual del momento sino en la generalidad de la población. Las personas se sentían sujetos a una red de influencias que se extendía hasta la esfera de las estrellas fijas, eran nexos en un orden integrado y con sentido. El simbolismo medieval une directamente al sujeto con la imagen, no hay mediación ni traducción racional de lo que el símbolo representa sino participación directa del observador en el sentido que el símbolo indica; por ello toda interpretación moderna del símbolo es falaz, de nada sirven los diccionarios de símbolos, son obras para eruditos, la vivencia de lo simbólico presuponía un modo de estar en el mundo que hoy hemos olvidado totalmente.
En apoyo a la perspectiva de Barfield está que en la filosofía anterior a Descartes no encontramos la definición de conceptos que para nosotros son obvios: el sujeto y el objeto. La filosofía anterior había tratado del hecho del conocimiento, pero no había problematizado la realidad ontológica de la percepción sensible. Desde Platón, cuanto menos, se había venido reflexionando sobre el nivel de verdad de lo sensible, pero que el valor de verdad del mundo fenoménico estuviese condicionado por la consciencia observante, no se encuentra en la filosofía occidental hasta, como pronto, Descartes. ¿Cómo fue que este hecho haya pasado desapercibido hasta la Modernidad? Quizás la explicación sea que, como hemos venido analizando, la perspectiva del sujeto era en sí misma participativa y no podía concebir esa dicotomía sujeto-objeto que para nosotros es tan evidente.
¿Cuándo se truncó esta relación participativa con la realidad? Fue el auge de las ciudades, la máquina y la ciencia moderna, los que allanaron el camino a esa ruptura que tuvo su punto culminante en la investigación científica del XIX.
Cuando pensamos en una teoría científica exitosa la pensamos como “verdadera”, es decir como una teoría que realmente refleja cómo es el mundo en sí mismo. El geocentrismo, por ejemplo, es una teoría sobre el universo que, a nuestros ojos, plasma cómo el universo es. Sin embargo, esta manera de ver una teoría científica no es la que se tenía en el mundo participativo medieval ni antiguo; para ellos una teoría sobre la realidad no era una teoría sino una hipótesis, es decir un modelo que “salvaba las apariencias”, un sistema de cálculo o conceptualización que nos permitía resolver problemas prácticos o teóricos pero que en sí mismo no era verdadero. Lo verdadero es el mundo, no las hipótesis sobre él. Esta idea de que una teoría científica es un modelo del mundo es, irónicamente, la interpretacion más usual entre filósofos de la ciencia y científicos teóricos, pero nuestra mentalidad vulgar sigue anclada a esa confusión que se produjo con Galileo y Kepler. El rechazo a estos autores no estuvo tanto condicionado por su modelo sino porque pretendieron que su modelo no era un modelo sino que era “real”; que esa hipótesis no salvaba las apariencias sino que describía con exactitud la realidad, y es en este momento cuando el mundo de lo manifestado, la teoría y el sujeto empiezan a separarse. Las hipótesis transformadas ahora en teorías tienen vida y verdad propia separadas de los sujetos que las piensan; el individuo interroga a la Naturaleza para que esta le revele sus misterios (Francis Bacon) y en este interrogatorio observamos a la Naturaleza como lo externo a nosotros y las teorías que construimos acerca de ella como leyes inquebrantables que son más verdad incluso que el sujeto que las enuncia y su experiencia inmediata de lo real. La revolución científica copernicana no solo es revolucionaria porque anuncia una nueva teoría sobre los movimientos celestes sino porque plantea una novedosa concepción sobre la naturaleza de la propia teoría.
El modelo copernicano se convierte en teoría verdadera que describe el mundo en su literalidad. Y esa geometría aplicada al movimiento produce la máquina, el reloj, el autómata; nuestra relación con la realidad es heredera de esta revolución: los fenómenos empiezan a independizarse del sujeto y adquieren vida propia, como mecanismos automáticos que no necesitan de su creador para seguir en movimiento. Es en este momento histórico cuando se rompe el vínculo participativo, ya el hombre moderno, frente al medieval, está escindido de la realidad que es concebida como polaridad negativa del propio sujeto. El neoplatonismo de Ficino o de Pico della Mirandola; la filosofía natural simpatética de Cornelio Agrippa, y otras corrientes similares del Renacimiento son una reacción a esa ruptura de la participación; un intento, ya inútil de recuperar el vínculo con lo real.
Pero esa ruptura, esa desvinculación del sujeto con la realidad, no alcanzará su fin y culmen hasta el siglo XIX. Con la nueva ciencia natural las representaciones teóricas de la propia ciencia adquieren vida propia y son totalmente ajenas a las mentes que las piensan, plantear que las representaciones colectivas que denominamos “realidad” están vinculadas a las mentes que participan en ellas, es en el siglo XIX una extravagancia; la desvinculación se sobreentiende como obvia y, por tanto, no se cuestiona. Por ejemplo, la ciencia sostiene que el sistema solar se creó a partir de una nube de polvo y gas hace 4,6 millones de años pero, ¿qué significa esto? En un mundo sin consciencia pensante ¿cómo saber lo que ocurre? Es como el clásico dilema del árbol que cae en el bosque sin que nadie lo escuche, sin consciencia participante no existen los fenómenos; aún así, la ciencia moderna proyecta una historia pasada del Universo como si hubiera una consciencia observante cuando de hecho, según la misma ciencia, no existía aún tal forma de pensamiento. Esto es lo que significa que los fenómenos se han independizado del ser humano, suponemos como algo evidente que el mundo se rige por las leyes de nuestra consciencia aún cuando nuestra consciencia no hubiese emergido.
En esta situación escindida permanecemos desde entonces; la degradación del medio natural es una muestra de como el hombre se ha separado más y más de la realidad; una insatisfacción generalizada recorre el mundo, las teorizaciones, las representaciones e ideaciones humanas se han independizado de sus creadores y han tomado vida propia, empequeñeciendo al ser humano concreto. Al separarnos del mundo, gracias a la ciencia actual, hemos podido dominarlo, manipularlo y crear la tecnología que nos rodea; pero hemos roto el vínculo participativo con la realidad y las creaciones tecnocientíficas amenazan con dominar y manipular a la Humanidad misma. No podemos desandar el camino andado, no podemos retornar a la participación original del mismo modo que no podemos volver al seno materno. Barfield propone un nuevo tipo de participación que sea consciente e imaginativa; merced al pensamiento beta, el hombre contemporáneo puede autopercibirse como correlato de lo real; esta nueva consciencia debería ser creativa y curar la fractura ocasionada por el pensamiento científico idolátrico.
Estamos participando de la realidad. Esto no es una teoría filosófica sino una certeza inmediata que todos podemos comprender a poco que analicemos los fundamentos de lo real y su interrelación con nuestra consciencia. La cuestión que algunos se plantean es si el sujeto consciente de esta participación puede recrear lo real por medio de su propia mente. La respuesta es un rotundo no. No es esa posibilidad a la que se refiere Owen Barfield cuando habla de una participación creativa. Hay una idea de moda en la actualidad según la cual si pensamos muy fuerte en algo, este algo acaba por hacerse real; tal teoría, además de una idiotez, denota una mentalidad anclada en la no participación, una mentalidad que asume que lo real se pliega a los caprichos del ego de un modo totalmente pasivo. Esta pseudofilosofía convierte a lo real en una extensión de la consciencia y sus designios, por lo tanto no hace más que ahondar la escisión entre el yo y el mundo, denigrando la realidad que queda convertida en mero campo de expresión de la subjetividad. Una participación activa, consciente y creadora es algo que probablemente haya sido ya alcanzado en el pasado, pero los vestigios de estos logros quedan enterrados en la historia por la metáfora, la incredulidad o el silencio discreto; por mucho que seamos consciente que el picaporte que veo ahora participa de mí mismo, tiene el mismo sustrato y adopta la configuración que adopta en el acto de percibirlo participando de él, por mucho que aceptemos lo anterior, el mero percatarnos de ello no implica que si pienso que el picaporte es de oro, el picaporte mudará su composición química mágicamente. La participación acepta que todo cambio en lo real es un cambio en la propia subjetividad, por tanto, toda alteración creativa de lo manifestado lleva aparejada una transformación de la propia subjetividad merced a la cual lo real se manifiesta. Siendo la realidad una representación colectiva, la transformación de la subjetividad tendrá más capacidad operativa cuanto más subjetividades aglutine en la acción creadora.
Por ello los hijos de la ciencia escindida somos incapaces de valorar los logros de las técnicas y ciencias que se basaban para su efectividad en la participación original; muchos menos imaginar una futura participación consciente y creadora capaz de transmutar lo real manifestado. Nadie duda de la capacidad literal de la tecnociencia moderna para manipular la realidad, pero hemos visto que para llegar hasta ello ha sido preciso desvincularnos de lo real, transformarlo en objeto. Para un curandero participativo que una medicina fuese “objetiva”, es decir, que su poder no estuviera en quién la compusiera ni el el ritual asociado a ella era tan impensable como para nosotros la efectividad de esa técnica de curación participativa. El curandero tribal pretendía no curar una dolencia objetiva diagnosticable, sino que pretendía reconfigurar la realidad somática del enfermo transformando la autorepresentación somática del sujeto a curar y de la colectividad; aspiraba a transformar el mundo-mente para alcanzar la curación. De ahí lo intrincado de su tarea. ¿Realmente las técnicas primitivas desde el Paleolítico hasta bien entrado en Renacimiento eran meros engaños, simples consuelos sin efectividad alguna? En el primigenio mundo participado, el ritual unía la representación colectiva del mundo de un grupo concreto propiciando su transformación. Aún cuando debemos reconocer que para nosotros tal posibilidad resulta tan loca e improbable como para esas culturas participativas la posibilidad de construir máquinas de metal que pudiesen volar. La técnica en un mundo participado es más inconcebible y quizás más incierta, solo quizás, pero no menos real que la tecnociencia no participativa que todos asumimos hoy como innegable. Está por ver si en un futuro será factible desarrollar una técnica participativa consciente y creativa como la propuesta por Barfield.
[…] el origen, lo previo a la existencia del yo, cuando esa feminidad maternal es preponderante la conciencia aún participa de un modo espontáneo en la naturaleza en la que está inmersa. Los procesos mentales y el acontecer del mundo son la misma cosa, el yo y el mundo no están […]