Historia de la conciencia: del matriarcado al patriarcado
0El valor metafísico de lo femenino ha sufrido una profunda evolución desde los inicios de la cultura humana. Lógicamente esta valoración metafísica influye en los papeles sociales de ambos géneros, por tanto, para contextuar los roles asignados a hombres y mujeres en las sucesivas etapas de nuestro desarrollo colectivo, es preciso comprender la historia de esta valoración simbólico-metafísica.
En su obra de 1991 El mito de la diosa. Evolución de una imagen, Anna Baring y Jules Cashford encuentran que la sacralidad de lo femenino, encarnado preferentemente en la diosa madre, ha pasado por cuatro etapas, al menos en el entorno del Mediterráneo Oriental y Oriente Medio. En un principio, la diosa madre alumbra todo lo existente desde sí misma. Toda la realidad proviene de ella y, en último término, es ella misma. No existen dicotomías metafísicas, los seres humanos viven en un estado de participación originaria con el mundo. Este estadio abarcó tanto el Paleolítico como el Neolítico y en algunos lugares, como la Creta minóica, pervivió hasta la Edad de Bronce.
Posteriormente, la diosa se une a un dios para dar a luz al mundo. Este dios era antes su hijo y ahora queda transformado en su consorte. La diosa representa el origen de la vida y sigue manteniendo la centralidad sagrada; mientras que su hijo simboliza la proyección de esa vida originaria en el tiempo. La diosa es el origen atemporal y el dios lo que acontece, lo que discurre. Aunque la paulatina separación, que derivará en conflicto, de la figura masculina dará paso a la siguiente etapa, en este momento no hay una disociación entre los elementos duales sino dependencia simbólica. Esta etapa corresponde a la Edad de Bronce en Sumeria con el mito de Inanna y Dumuzi; este mismo estadio lo representa el binomio Istar y Tamuz en Babilonia; o Isis y Osiris en Egipto.
En la tercera fase de esta evolución, el dios que antes había sido hijo-consorte de la diosa, se enfrenta a ella y con los despojos de su cadáver crea el mundo. La diosa madre ha sido transforma en un monstruo, en un ser quimérico representación del caos. Lo creado se disocia de su fuente creadora y el mundo se desacraliza; el espíritu pretende dominar sobre la materia. Este tránsito se observa en Babilonia desde finales de la Edad de Broncea inicio de la Edad de Hierro y está representado en el mito de Marduk triunfante sobre Tiamat.
Por último, el dios creador no precisa de lo femenino en absoluto, crea el mundo como acto puro de su voluntad a través de la palabra o el pensamiento. Esta mitología eminentemente patriarcal pertenece al mito Yahvé-Elohim de la Edad de Hierro en el mundo hebreo y al Ptah egipcio de la Edad de Bronce. Aunque en el ámbito humano y animal las hembras se asocien inmediatamente a la capacidad de dar la vida, a la potencialidad creativa; el mito patriarcal de este último estadio prescinde de lo femenino que queda relegado a los márgenes o representa la negatividad no ordenada de lo creado. Así, por ejemplo, en la tradición platónica se asociará la materia (lo femenino) con un movimiento desordenado que debe ser domeñado por el demiurgo creador para mantener la armonía en la creación. Aquí y ahora, aún nuestra cosmovisión está condicionada por esta interpretación simbólica; la negación del origen que esta hermenéutica de lo sagrado presupone, deja a la conciencia triunfante sin fundamento ajeno a ella misma, por tanto, solo puede concebir el cosmos como negación de sí. Hemos roto el hilo que los mantenía unidos a Ariadna y cuando nos enfrentamos al Minotauro descubrimos que el Minotauro éramos nosotros: la conciencia ha quedado atrapada por los muros que ella misma ha construido.
Esta hermenéutica patriarcal de lo sagrado hoy en día no solo tiene vigencia en su literalidad en buena parte del mundo a través de los relatos mitológicos del cristianismo, el islam y el judaísmo, sino que también se ha transformado en un sistema de creencias económico, gnoseológico, político… En esta estructura de pensamiento estamos inmersos hasta el punto de considerar inimaginable discurrir fuera de ella, pero irónicamente si tomamos la historia de la Humanidad en el Mediterráneo desde sus orígenes en el Paleolítico hasta la actualidad, la duración en el tiempo de esta cosmovisión patriarcal es nimia.
Como hemos visto, en un primer momento la diosa tenía un papel central y no existía dualidad entre lo masculino y lo femenino, ni siquiera jerarquía entre ambos porque todo era en y por la madre sagrada. Es difícil captar esta cosmovisión porque asume un modo de conciencia diferente al que aceptamos como evidente. Lo femenino, entendido como madre, representa el origen, lo previo a la existencia del yo, cuando esa feminidad maternal es preponderante la conciencia aún participa de un modo espontáneo en la naturaleza en la que está inmersa. Los procesos mentales y el acontecer del mundo son la misma cosa, el yo y el mundo no están disociados; así, en puridad, no existe ni el mundo ni el yo. Este estadio histórico era factible un nivel alto de organización y de acción dirigida hacia el futuro, el sujeto en esta etapa entiende un proyecto de futuro como algo que “ve” y que “ha de hacerse” no como algo fruto de un simple cálculo racional.
El punto de inflexión que desenredó la conciencia de la naturaleza fue el valor adaptativo que tuvo la capacidad de los sujetos para percibir el orden en el mundo. Hasta entonces la naturaleza se había atenido a ritmos, ciclos que se repetían pero sin precisión y por tanto no podían ser previstos con exactitud, con el descubrimiento de el orden, es decir una regularidad precisa y previsible, la conciencia es capaz de encorsetar los hechos en un esquema que conoce. Esta capacidad hace que el sujeto vaya emergiendo hasta independizarse del todo de la naturaleza; el acto final es cuando las leyes que el sujeto presuponen son “normas” que la naturaleza debe cumplir, llegándose a generar cierta violencia gnoseológica sobre el mundo.
Por poner un ejemplo, ritmo es que las golondrinas vuelvan a anidar todos los años o que después de que el mar llegue a su punto más alto, la marea comience a bajar. Son regularidades que la conciencia participativa captaba como evidentes, manifestación del discurrir de la naturaleza. Por el contrario, orden es el momento en el que se produce el solsticio o el cálculo de la órbita de una estrella errante; estos acontecimientos se manifiestan como exactos a diferencia de los ritmos cósmicos que son propensiones. No es de extrañar que la arqueoastronomía haya encontrado en los primeros monumentos megalíticos indicios de que fueron construidos como sistemas de cálculos de los solsticios y equinoccios; tampoco es para extrañarse el hecho de que la astronomía fuera la ocupación de los primeros y más primitivos científicos porque para una conciencia incipiente descubrir a través de su propio esfuerzo ese orden en la manifestación tuvo que provocar un extraño sentimiento de asombro y empoderamiento sobre el mundo. La conciencia se sintió dueña de un orden que descubría fuera de ella misma.
Por tanto, la ruptura con la cosmovisión matriarcal fue condición de posibilidad de la emergencia de la conciencia; y desde la perspectiva de la conciencia tuvo un valor adaptativo evidente. El orden descubierto en el mundo se extrapoló al universo humano y se estableció el concepto de bien-mal, más tarde se instituyó la ley, un orden de comportamiento que debía prevalecer frente al desorden. Y, lógicamente, también se domeñó a la naturaleza: la agricultura, el regadío, la domesticación de los animales… permitieron un progreso material indudable, además de la propagación de la Humanidad por todo el planeta.
Pero por otro lado, desde el punto de vista de la conciencia patriarcal lo femenino va conceptualizandose como lo “no-ordenado” y en último término como caos. Vestigio de la etapa matriarcal anterior, el mundo ordenado emerge de deidades femeninas no del todo definidas y que se asocian a lo caótico; entidades acúaticas, oscuras, insondables, representan a la diosa madre como origen sin forma que debe ser ordenado para alumbrar el cosmos de la conciencia escindida. Este temor a lo no categorizado orienta nuestra mentalidad aún a día de hoy; desde el mismo ámbito científico se fuerza a la realidad a entrar en esquemas predictivos y aquello que no se presta a tal simplificación queda negado o problematizado. No obstante, el orden de la conciencia siempre será inestable, sintiéndose continuamente amenazado; el origen de la manifestación es lo que no se manifiesta, simbolizado por la madre sagrada, oscuridad femenina que posibilita lo real; por definición lo no manifestado está incondicionado y es infinito en posibilidades, frente a ello el orden de la conciencia se antoja frágil, provisional y caduco, como un barco que se mantiene sobre un mar embravecido. El capitán del navío puede aspirar a mantenerse a embarcación a flote el mayor tiempo posible, pero es ridículo pretender abarcar la inmensidad del océano en los exiguos margenes de la cubierta.
La conciencia escindida del origen se caracteriza, por tanto, por un rechazo hacia lo no ordenado que no es más que la voluntad inconsciente de deshacerse de los vínculos con la madre original. Esta ruptura es necesaria para la emergencia de la misma conciencia y en el plano biográfico tiene su paralelismo con la necesidad del niño conforme se desarrolla de ir rompiendo los vínculos que le atan a su madre. No obstante este deseo de separación se torna en nuestra tradición en oposición dramática y queda representado simbólicamente por la lucha entre Apolo y Pitón, el Arcángel Gabriel y Lucifer, San Jorge y el Dragón, etc. No hay lugar a la conciliación sino a sencillamente negación de lo que la conciencia capta como su negación pero que también es su origen.
La percepción de la relación dicotómica entre la conciencia y lo no manifestado como una pugna entre contrarios será un rasgo fundamental del pensamiento patriarcal, a consecuencia de esto para el patriarcado la preeminencia se transforma en el sentido de la acción. En el nivel más fundamental se busca la preeminencia del orden (conciencia) sobre el caos (la naturaleza), preeminencia que se extiende a todos los ámbitos de la vida humana incluida la vida social. El sujeto en las sociedades patriarcales adquiere valor en tanto que es más frente al otro, a nivel más pedestre en las sociedades capitalista este “más” se traduce en preponderancia material-económica pero ese deseo de preeminencia se extiende a cualquier ámbito: el del conocimiento, la virtud, el vigor físico, etc. Lógicamente esta actitud, que podríamos denominar “ideología alfa”, no es exclusivo del varón en las sociedades patriarcales, tanto hombres como mujeres vivencian esa aspiración a la preeminencia como sentido de la acción, aún cuando nominalmente se reconozca la parcialidad de tal perspectiva.