Materia e impulso vital en Henri Bergson
0Partiendo de la crítica vitalista a la razón, Henri Bergson (1859-1941) define a la «inteligencia» como aquella facultad humana que permite adaptarnos al medio a través de la acción; por ello, la inteligencia es idónea para favorecer nuestra interacción entre cuerpos sólidos materiales, así cumple su finalidad como aparato adaptativo. Esta facultad funciona ubicando al sujeto entre otros cuerpos sólidos en un espacio tridimensional homogéneo, la inteligencia tiende a aislar los elementos plurales para darles una unidad e interaccionar con ellos; se esfuerza por encontrar leyes o, al menos, regularidades que nos permitan manipular la realidad de nuestro entorno. El espacio de la inteligencia es el espacio euclidiano, lo presupone como un principio y adapta la materia a él. Esta facultad tiene en la ciencia su logro más alto hasta ahora, efectivamente, la ciencia positiva agrupa los elementos de lo real bajo leyes matemáticas que permiten predecir los patrones que se manifiestan en el mundo físico. Aunque indudablemente la inteligencia ha triunfado con la ciencia en el ámbito de la física, las matemáticas, la mecánica y ciertas partes de la química, se ha mostrado totalmente incapaz de explicar lo vivo. La inteligencia con su bisturí mecanicista ha pretendido penetrar en el misterio de la vida pero sus respuestas son incompleta, sus teorías indemostrables y sus predicciones incontrastables. Este fracaso no es completo ya que la ciencia puede arrojar luz a los hechos periféricos que rodean la vida, lo que nos ayuda a entender los fenómenos físicos, químicos y mecánicos de los seres orgánicos, no obstante, el fenómeno de la vida misma queda sin adecuada respuesta.
La raíz de este fracaso está en que la inteligencia que engendra a la ciencia es una facultad inadecuada para captar un fenómeno anclado en la duración y la indeterminación como es la vida. Esta facultad tiende a determinar los objetos, a percibirlos como inertes, hacer abstracción del tiempo al que llega a considerar una mera variable; por contra el ser vivo es dinámico, indeterminado y sumido radicalmente en la temporalidad.
La evolución convergente del ojo como órgano perceptivo en vertebrados y cefalópodos es un hecho que, para Bergson, difícilmente puede explicar una visión mecanicista de la evolución. Desde dos líneas evolutivas paralelas, el desarrollo de la vida ha encontrado un mismo camino para permitir que los organismos vivos capten el entorno visualmente. Si la evolución fuese un proceso mecánico condicionado por el azar y el medio, las soluciones adaptativas serían diversas, no es factible que la mera casualidad haya desarrollado un órgano perceptivo tan complejo como el ojo sin que exista ningún precedente común entre cefalópodos y vertebrados. Además la complejidad irreductible del ojo, como de otros muchos órganos, impiden por definición una evolución gradual: para que funcione el aparato ocular es necesario que el cristalino esté perfectamente curvado para enfocar la luz en la retina; la retina, a su vez, debe ser capaz de convertir esa luz en señales electroquímicas que el cerebro pueda interpretar; el nervio óptico tiene que transmitir esas señales con precisión, y el cerebro debe estar preparado para interpretarlas como imágenes. No hay posibilidad de graduación en la evolución de este órgano sino que todos los elementos que lo componen han tenido que evolucionar como un todo; no tiene sentido que en un animal se haya desarrollado un protocristalino, por ejemplo, sin que existiesen las otras partes del ojo que lo hacen funcionar.
La explicación a este fenómeno desde la filosofía bergsoniana es que la evolución no actúa de modo azaroso; no evolucionan los individuos, ni siquiera las especies, ellos son arrastrados por un «impulso vital» que busca manifestarse activamente en la materia. Existe una evolución gradual porque evidentemente no ha sucedido que un cefalópodo haya sido alumbrado con un ojo perfectamente desarrollado, pero esta evolución está guiada a una función y esta función está asociada a un órgano que es lo que dirige los cambios graduales. Existirían, por tanto, seres con ojos en desarrollo no funcionales pues los individuos son peldaños por los que se asciende a un fin, en este caso la percepción visual del entorno. Aún cuando nuestra inteligencia perciba a los seres y las especies en sus diferencias e individualidad, desde la perspectiva metafísica todos los seres vivos son un fluir unitario del impulso vital en la materia, eso explica por qué en ramas paralelas de la evolución aparecen soluciones anatómico-adaptativas idénticas como el ojo.
Otro fenómeno que parece apoyar la teoría de que la evolución no es un proceso mecánico de adaptaciones azarosas son las relaciones de parasitismo complejas y de simbiosis obligada. Un ejemplo de esto último son los líquenes; tales organismos son el resultado de una asociación simbiótica entre un hongo (que aporta protección y estructura) y un alga o cianobacteria (que realiza la fotosíntesis para producir nutrientes). La relación es tan estrecha que cada uno de estos organismos que componen el liquen no podrían vivir independientes. Vemos aquí como la evolución ha guiado a dos seres de distintos reinos hasta crear un nuevo organismo; para que esto se produjese deberían hacer existido pasos intermedios antes de llegar a una simbiosis tan perfecta, pero estos seres intermedios serían biológicamente inviables. En conclusión, desde la teoría evolucionista hegemónica es inexplicable que dos organismos de reinos diferentes evolucionasen por vías separadas convergiendo en un solo ser.
Como se ha mostrado, la inteligencia es incapaz de penetrar en el misterio de la vida, básicamente porque pretende subsumir los hemos de los seres vivos en esquemas que les son ajenos. Así como la física explica a la perfección la caída de un grave ya que su comportamiento está determinado por la propia materia inerte que lo conforma; es igualmente inútil para predecir el vuelo de una oropéndola porque lo característico de la vida es que está indeterminada, i.e., en lo vivo el tiempo es creación de novedad.
El sueño laplaciano no solo era prever el desarrollo de un sistema conociendo la posición y las fuerzas de los elementos que lo componían, era también poder retrotraer ese sistema a su origen, porque para la ciencia el tiempo es una variable más, totalmente despreciable en sus ecuaciones. Pero para la vida no, para la vida el tiempo como posibilidad de lo nuevo es lo sustantivo, por tanto ninguna teoría materialista podrá prever o retrotraer un sistema por mucho que conozca todos sus elementos, porque todo sistema está atravesado por el impulso vital, es decir, por la indeterminación radical.
Bergson acepta la tesis de que la materia inerte tiende a la determinación, por ello la materia se ajusta a los patrones que la inteligencia capta; frente a ella contrapone la materia viva tendente a lo indeterminado. Pero cabe preguntarse si existe tal dicotomía, si este dualismo no es una simplificación a posteriori, en definitiva: ¿está la materia inorgánica realmente determinada? Desde las conclusiones de la física cuántica en los niveles más básicos de la materia no existe determinación absoluta sino propensiones. El principio de incertidumbre de Heisenberg nos indica que no podemos conocer a la misma vez la posición y la velocidad exacta de una partícula subatómica. Esto implica la imposibilidad de una predictibilidad absoluta en un sistema físico no macroscópico. Igualmente la dualidad onda-corpúsculo solo puede ser determinada en la medición, pero previa a tal medición el sistema está en estado de indeterminación. Estos comportamientos subatómicos de la materia dan a entender que la materia inorgánica adopta tendencias probabilística y no leyes férreas en su manifestación, por tanto, al igual que la materia viva, no está totalmente determinada.
Llegamos, finalmente, a un marco hilozoista de comprensión. La materia y el impulso vital son la misma cosa, la primera es concreción espacial del segundo; el impulso vital, por su parte, potencialidad de la que aflora la materia. En el precipitarse al valle de un torrente impetuoso, entre el fango y el agua emergen rocas, maderos y otros elementos sólidos; estos elementos representan a la materia, discurren en el flujo del impulso vital que queda representado por la fuerza del torrente. Distinguimos a esta fuerza que impulsa al agua, al fango y a los restos sólidos, de los materiales que mueve pero ese es un ejercicio de nuestro intelecto que no refleja lo que se manifiesta: el torrente es una fuerza-materia, ambos elementos son indistinguibles porque son el mismo visto de diferente forma. Con la realidad manifiesta pasa otro tanto, distinguimos entre materia y la fuerza que la empuja, que la configura, pero tal distinción es meramente conceptual.
No obstante, si todo estuviera indeterminado no sería posible el orden, sin embargo el orden es observado por doquier: existen seres individuales, leyes de la naturaleza, objetos sólidos distinguibles, elementos con propiedades específica… Realmente sin esta determinación tampoco sería posible la vida pues aún cuando la vida es indeteminación, entendida como creación continua de lo nuevo, cierto nivel de determinación es necesario para que los seres existan en cuanto tales. El comportamiento del ratón no puede ser estrictamente determinado pero al contemplarlo tiene una continuidad en la existencia, como cualquier otro ente.
Bergson pone el acento en la indeterminación porque pretende atacar el prejuicio intelectualista que considera que la esencia de lo real es estática, pero la determinación forma parte del ámbito de lo observable, también es real. El torrente de la materia también hace remansos en donde los entes se determinan y en donde también se reproduce la inteligencia que es capaz de captar esas determinaciones. Las reacciones de Belousov-Zhabotinsky son un buen ejemplo de como desde una reacción caótica puede emerger el orden y es un acertado símil de como del impulso vital afloran los entes determinados. De otro lado, el intelecto, por muy engañoso que resulte para analizar el fenómeno de la vida o las cuestiones metafísica, es un potente aparato para adaptarnos a la realidad, lo que vendría a mostrar que también la inteligencia habla de lo verdadero. A pesar de que los entes determinados aparecen en el tiempo y desaparecen en él, durante su existencia son también resultados del fluir de lo real, no son ilusorios. Si los tomásemos por tales caeríamos en el mismo error del intelectualismo que asociaba lo pasajero con lo falso; que creía que la determinación es el fin mismo del impulso en la materia que lo recorre todo; y que sostiene, en definitiva, que lo temporal es aparente. Por contra, Bergson propone, desde una linea hermenéutica que hunde sus raíces en Heráclito, que el Ser es temporal pero no en tanto tiempo desplegado sino como duración, instante del que emerge lo nuevo.
«En lo absoluto somos, nos movemos y vivimos. El conocimiento que tenemos de él es incompleto, sin duda, pero no exterior o relativo. Es el ser mismo, en sus profundidades, lo que alcanzamos por el desarrollo combinado y progresivo de la ciencia y de la filosofía.»
Henri Bergson; La evolución creadora; capítulo tercero, trad de José Antonio Miguel para la editorial Aguilar