El origen del Estado
2En este trabajo voy a exponer el origen del estado según las investigaciones antropológicas de Marvin Harris tal y como son expuestas en su obra de divulgación “Nuestra especie”.
Según Hobbes el hombre tiene un natural anhelo de poder y de depredación sobre sus semejantes; “el hombre” diría “es un lobo para el hombre”. En este estado primitivo sin ley ni orden el ser humano vivía en una guerra de todos contra todos una vida sórdida, salvaje y temerosa. La naturaleza humana hace imprescindible la ley y el orden encarnados en la autoridad ya sea de un rey, de un jefe o de un sacerdote. Pero Harris se pregunta si este análisis del autor inglés es real.
Estudiando los restos fósiles de nuestros antepasados y las tribus que aún pervivían en el siglo XX con un modo de vida similar a los primeros hombres Harris concluye que nuestros antecesores vivieron durante aproximadamente 30.000 años sin necesidad de reyes, presidentes, congresos, policías, jueces, furgones policiales, cárceles ni sillas eléctricas. Pero entonces ¿cómo podían vivir nuestros antepasados?
La respuesta son las poblaciones de tamaño reducido. En un grupo de entre 50 y 150 personas todo el mundo se conocía íntimamente y los lazos de intercambio recíproco vinculaban a la gente. Como el azar intervenía de modo muy importante en la caza de animales y la recolección de alimentos los individuos que hoy tenían comida en abundancia mañana podrían estar sin nada por lo que la única forma de asegurarse un sustento más o menos constante era ser generoso. Estas sociedades basaban su economía en un intercambio recíproco de bienes y servicios.
Esta generosidad es aún frecuente en las sociedades estatales en donde los individuos de un grupo de parientes cercanos y amigos dan y toman favores y bienes sin mucha ceremonia en un espíritu de generosidad recíproca. En las sociedades primitivas en donde se dan este sistema de reciprocidad de bienes y servicios la etiqueta exige incluso que la generosidad se dé por sentada. Por ejemplo entre los semais de Malasia central, según un estudio de campo de Robert Dentan, es una falta de tacto dar las gracias por la carne recibida de otro cazador. Dentan explica que dar las gracias por la carne recibida es síntoma de poseer un carácter mezquino del tipo de persona que calcula lo que da y lo que recibe y que incluso no esperaba del donante tanta generosidad. Mucho peor es llamar la atención sobre la generosidad propia que equivaldría para esta tribu indicar que los otros están en deuda con el donante y que este espera resarcimiento. A los pueblos que tienen el intercambio espontáneo de bienes como medio de economía les repugna dar a entender que han sido tratados con generosidad.
Hobbes creía que el origen de la guerra de todos contra todos y de las desigualdades fue la propiedad privada. Cuando un individuo o tribu se apropió de un trozo de terreno, río o costa y la defendió contra los extraños empezaron a surgir las desigualdades entre los hombres, unos poseían y otros no. Pero de lo que no se dio cuenta Hobbes fue que en las sociedades preestatales redundaba en interés de todos mantener el acceso abierto a los recursos naturales ya que los bienes adquiridos en el uso de esos recursos por cualquier miembro de la tribu es redistribuido entre todos los miembros de la misma. Por otro lado, podemos imaginar el caso en el que un miembro de una tribu que tiene un sistema de intercambio basado en la reciprocidad se levanta un día y proclama algo así que a partir de ese momento todo el territorio que rodea al campamento le pertenece a él y que quien quiera cazar en ese territorio tendrá que pedirle permiso y darle un pedazo de lo cazado a él. Lo más probable es que el resto de la tribu lo tome por loco y lo ignore o que sencillamente se mude a unos kilómetros más allá y deje al nuevo déspota con su imperio solitario.
De todos modos en estas sociedades del nivel de bandas y aldeas puede existir algún tipo de autoridad política encarnada por unos individuos denominados “cabecillas” pero que no tienen poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes. Como un cabecilla carece de medios físicos para obligar a nadie a que le obedezca ni para castigar a los que les desobedecen el cabecilla que desee mantener su puesto dará pocas órdenes. Entre los esquimales un grupo de caza seguirá las opiniones del cazador más afamado pero en otros asuntos la opinión de este cazador tendrá la misma validez que la de cualquier otro miembro de la tribu. Entre los !kung cada grupo tiene sus “líderes” reconocidos por la mayoría que son escuchados con mayor interés o deferencia pero no poseen ninguna autoridad explícita y sólo pueden ganarse la voluntad de los otros miembros de la tribu por persuasión.
Mientras imperaba el intercambio recíproco ningún individuo o grupo podía controlar eficientemente ningún territorio; esta ausencia de posesiones particulares significa que las antiguas bandas vivían en una especie de comunismo. Esto no quiere decir que no existiese la propiedad privada en la forma de adornos, armas, herramientas o cosas por el estilo pero es poco probable que alguien mostrase deseo de las propiedades de otros ni existiese el robo por que si era suficiente con pedirlo en nombre de los vínculos de intercambio recíproco ¿para qué robarlo? Además en unas sociedades tan pequeñas era improbable que alguien pudiese robar algo y hacer un uso público de ello sin que su dueño legítimo se percatase.
Lo que es indudable es que en estas sociedades organizadas en bandas, como en cualquier otra sociedad, debían existir individuos que sistemáticamente utilizasen la sociedad en propio provecho sin aportar nada. Sin embargo, en sociedades tan pequeñas no es necesario un sistema penal para castigar este tipo de comportamientos, basta la lógica exclusión social que generaría este tipo de conductas sobre los aprovechados para que estos se lo pensasen dos veces antes de actuar así.
Pero la reciprocidad no era el único modo de intercambio en los pueblos igualitarios primitivos, existía también la redistribución. La redistribución es cuando las gentes entregaban alimentos u otros objetos de valor a una figura respetada como un cabecilla para que este, una vez juntadas, las dividiese equitativamente en porciones y las redistribuyese entre la tribu. Esta forma de intercambio está asociada a las grandes cosechas o cacerías estacionales que hacían imposible una reciprocidad útil.
Los cabecillas-redistribuidores trabajaban igual de duro o más que los otros miembros de la tribu en la caza o recolección; por lo tanto, en un primer momento la redistribución no impedía la política igualitaria asociada a estas tribus. Sin embargo, en algún momento estos cabecillas-redistribuidores fueron reconocidos por su capacidad para organizar festines más y más suntuoso realizando proyectos de caza mayores o de recolección intensiva. La compensación que recibían los redistribuidores era la mera admiración de sus congéneres por su capacidad organizativa. El prestigio era el único pago que recibía el redistribuidor.
“Douglas Oliver realizó un estudio antropológico clásico sobre el gran hombre entre los siuais, un pueblo del nivel de aldea que vive en la isla de Boungainville, una de las islas de Salomón, situadas en el Pacífico Sur. En el idioma siuai el gran hombre se denomina mumi. La mayor aspiración de todo muchacho siuai era convertirse en mumi. Empezaba casándose, trabajando muy duramente y limitando su consumo de carne y nueces de coco. Su esposa y sus padres, impresionados por la seriedad de sus intenciones, se comprometían a ayudarle en la preparación de su primer festín. El círculo de sus partidarios se iba ampliando rápidamente, y el aspirante a mumi empezaba a construir un local donde sus seguidores de sexo masculino pudieran entretener sus ratos de ocio y donde pudiera recibir y agasajar a los invitados. Luego daba una fiesta de inaguración del club y, si ésta constituía un éxito, crecía el círculo de personas dispuestas a colaborar con él y se empezaba a hablar de él como un mumi. La organización de festivales cada vez más aparatosos significaba que crecían las exigencias impuestas por el mumi a sus partidarios. Éstos, aunque se quejaban de lo duro que les hacía trabajar, le seguían siendo fieles mientras continuara manteniendo o acrecentando su renombre como “gran abastecedor”.
Por último, llegaba el momento en que el nuevo mumi debía desafiar a los más veteranos. Para ello organizaba un festín, el denominado muminai, en el que ambas partes llevaban un registro de los cerdos, las tortas de coco los dulces de sagú y almendra ofrecidos por cada mumi y sus seguidores al mumi invitado y a los seguidores de éste. Si en un plazo de un año los invitados no podían corresponder con un festín tan espléndido como el de sus retadores, su mumi sufría una gran humillación social y perdía de inmediato su calidad de mumi.”
La característica que marca más claramente la diferencia entre la reciprocidad y la redistribución es la jactancia con la que el cabecilla se atribuye los méritos de su liderazgo en el sistema redistributivo; esta jactancia está en la antípoda de la modestia y la generosidad sobreentendida de las sociedades de economía fundadas en la reciprocidad.
Ahora bien, la redistribución no puede darse en cualquier ecosistema; hacer trabajar a la gente más duro para organizar grandes festines en un área de caza y recolección tiene todas las papeletas para provocar una inmediata hambruna por agotamiento de recursos naturales. Los grandes redistribuidores que posteriormente evolucionaron en las figuras de autoridad actuales sólo podían nacer en entornos en donde la sobreexplotación de los recursos no conllevase su agotamiento; las zonas agrícolas son óptimas para esto ya que basta con fertilizar más el suelo, perfeccionar los regadíos o roturar más zonas agrícolas para aumentar la producción sin que esto implique el agotamiento de los recursos. Según Harris “cuanto más intensificable sea la base agraria de un sistema redistributivo, tanto mayor es su potencial para dar origen a divisiones marcadas de rango, riqueza y poder”.
Paulatinamente la estratificación social ganaba impulso sobretodo debido a la posibilidad de almacenar los excedentes de los alimentos producidos para los grandes festines. Cuanto más concentrado estuviese el cultivo y menos perecedera fuera la cosecha tanto más crecen las posibilidades de los redistribuidores de adquirir poder sobre el pueblo. En tiempos de escasez la gente acudía a los redistribuidores para ser abastecidas, estos, a su vez, solicitaban a los que venían a pedir ayuda algo a cambio. Así finalmente el redistribuidor no tenía necesidad de trabajar en el campo o en la caza sino que la mera gestión de los excedentes le resultaba suficiente para mantener su estatus de gran hombre. El pueblo veía en él a un protector que además poseía una situación económica envidiable, el sistema de redistribución se había transformado en una jefatura.
Aún en esta situación el jefe no tenía más que un poder económico sobre los que estaban a su alrededor pero no tenía capacidad de obligar a nadie violentamente a que obedeciese sus órdenes. Si no hubiese sido por la guerra y el uso de la violencia la jefatura hubiese sido una mala semilla que no hubiera llegado a germinar.
Cuando los dominios no eran muy grandes los jefes no podían recurrir a la fuerza directa contra los desobedientes ya que en el nivel de bandas o aldeas prácticamente todos los hombres poseían armas y la habilidad necesaria para utilizarlas. Fue cuando el jefe adquirió un control sobre territorios más extensos y dispuso de recursos almacenados más copiosos cuando pudo crear un grupo afín, la primera “clase noble”, mediante regalos y favores que sí podía ejercer una violencia más organizada contra los díscolos. Este grupo afín era tanto la policía como el ejército del jefe y podía amenazar a aquellos campesinos que se negaran a prestar su trabajo personal para obras públicas o no donasen las cuotas prescritas al jefe.
Además de la violencia la aceptación voluntaria también pudo jugar un papel importante en el afianzamiento del jefe en el poder. Los miembros del pueblo llano podían aceptar el poder del jefe como un medio para aglutinar fuerzas en guerras o en obras públicas o para sentirse protegidos frente a las amenazas. Muchos de los miembros del pueblo supeditado al jefe temería más a otros riesgos que el propio poder del jefe y de su séquito.
Ya sea mediante la violencia o por aceptación voluntaria muchas jefaturas sintieron la llamada de convertirse en Estados pero pocas lo consiguieron. Las gentes que se sentían explotadas por sus jefes prefirieron huir a otros territorios vírgenes; en algunas ocasiones, también, se rebelarían contra sus jefes volviendo a formas de distribución igualitarias… Ahora veremos por qué algunas triunfaron donde otras fracasaron.
Dos fueron los elementos que debieron concurrir para que la jefatura pudiese llegar a transformarse en Estado. La primera es que la población estuviese “circunscrita” a un territorio determinado, esto es que por falta de terreno los súbditos del jefe no pudieran marchar a otras tierras cuando se cansasen de cumplir órdenes, reclutamientos, pagar impuestos, etc.
El segundo elemento estaba relacionado con la naturaleza de los alimentos que estaban guardados en el almacén del jefe. Un jefe con un almacén lleno de tubérculos perecederos como el ñame o la batata ejercía un poder mucho menor que el jefe con un almacén de trigo o arroz que podía conservarse hasta la próxima cosecha sin problemas. Las jefaturas no circunscritas o que dependían de productos perecederos corrían el continuo peligro de desintegrarse como consecuencia de un éxodo masivo o una revuelta de plebeyos desafectos.
“Las Hawai de los tiempos que precedieron la llegada de los europeos nos proporcionan el ejemplo de una sociedad que se desarrolló hasta alcanzar el umbral del reino, aunque sin llegar nunca a franquearlo realmente. Todas las islas del archipiélago hawaiano estuvieron deshabitadas hasta que los navegantes polinesios arribaron a ellas cruzando los mares en canoas durante el primer milenio de nuestra era. Estos primeros pobladores probablemente procedían de las islas Marquesas, situadas a unos 3.200 kilómetros al sureste. De ser así, es muy posible que estuvieran familiarizados con el sistema de organización social del gran hombre o la jefatura igualitaria. Mil años más tarde, cuando los observaron los primeros europeos que entraron en contacto con ellos, los hawaianos vivían en sociedades sumamente estratificadas que presentaban todas las características del Estado, salvo que la rebelión y la usurpación estaban tan a la orden del día como la guerra contra el enemigo del exterior. La población de estos Estados o protoestados variaba entre 10.000 y 100.000 habitantes. Cada uno de ellos estaba dividido en varios distritos y cada distrito se componía, a su vez, de varias comunidades de aldeas. En la cumbre de la jerarquía política había un rey o aspirante al trono llamado ali’á nui: Los jefes supremos, llamados ali’á nuá gobernaban distritos y sus agentes, jefes menores llamados konohiki, estaban a cargo de las comunidades locales. La mayor parte de la población, es decir, las gentes dedicadas a la pesca, agricultura y artesanía, pertenecía al común.
Algo antes de que llegaran los primeros europeos, el sistema redistributivo hawaiano pasó el Rubicón que separa la donación desigual de regalos de la pura y simple tributación. El común se veía despojado de alimentos y productos artesanos, que pasaban a manos de los jefes de distrito y los alá’á nuá. Los konohiki estaban encargados de velar por que cada aldea produjera lo suficiente para satisfacer al jefe de distrito, que, a su vez, tenía que satisfacer al ali’ inui. Los ali’inui y los jefes de distrito usaban los alimentos y productos artesanales que circulaban por su red de redistribución para alimentar y mantener séquitos de sacerdotes y guerreros. Estos productos llegaban al común en cantidades escasísimas, salvo en tiempo de sequía y hambruna en que las aldeas más industriosas y leales podían esperar verse favorecidas con los víveres de reserva que distribuían los ali’inui y los jefes de distrito. Como dijo David Malo, un jefe hawaiano que vivió en el siglo pasado, los almacenes de los ali’i nui estaban pensados para tener contenta a la gente y asegurar su lealtad: “Así como la rata no abandonará la despensa, la gente no abandonará al rey mientras crea en la existencia de la comida en su almacén”.
¿Cómo llegó a formarse este sistema? Las pruebas arqueológicas muestran que, a medida que crecía la población, los asentamientos se fueron extendiendo de una isla a otra. Durante casi un milenio las principales zonas pobladas se hallaban cerca del litoral, cuyos recursos marinos podían aportar un suplemento al ñame, la batata y el taro plantados en los terrenos más fértiles. Por último, en el siglo xv, los asentamientos empezaron a extenderse tierra adentro, hacia ecozonas más elevadas, donde predominaban los terrenos pobres y escaseaban las lluvias. A medida que seguía aumentando la población se talaron o quemaron los bosques del interior y extensas zonas se perdieron por la erosión o se convirtieron en pastos. Atrapados entre el mar, por un lado, y las laderas peladas, por otro, la población ya no tenía escapatoria de los jefes que querían ser reyes. Había llegado la circunscripción. La tradición oral y las leyendas cuentan el resto de la historia. A partir del año 1600 varios distritos sostuvieron entre sí incesantes guerras como consecuencia de las cuales determinados jefes llegaron a controlar todas las islas durante un cierto tiempo. Si bien estos ali’ inui tenían un gran poder sobre el común, su relación con los jefes supremos, sacerdotes y guerreros era muy inestable, como ya se ha dicho con anterioridad. Las facciones disidentes fomentaban rebeliones o trababan guerras, destruyendo la frágil unidad política hasta que una nueva coalición de aspirantes a reyes instauraban una nueva configuración de alianzas igual de inestables. Ésta era más o menos la situación cuando el capitán James Cook entró en el puerto de Waimea en 1778 e inició la venta de armas de fuego a los jefes hawaianos. El ali’ inui Kamehameha I obtuvo el monopolio de la compra de estas nuevas armas y las utilizó de inmediato contra sus rivales, que blandían lanzas. Tras derrotarlos de una vez por todas, en 1810 se erigió en el primer rey de todo el archipiélago hawaiano.
Cabe preguntarse si los hawaianos hubieran llegado a crear una sociedad de nivel estatal si hubieran permanecido aislados. Yo lo dudo. Tenían agricultura, grandes excedentes agrícolas, redes distributivas complejas y muy jerarquizadas, tributación, cuotas de trabajo, densas poblaciones circunscritas y guerras externas. Pero les faltaba algo: un cultivo cuyo fruto pudiera almacenarse de un año a otro. El ñame, la batata y el taro son alimentos ricos en calorías pero perecederos. Sólo se podían almacenar durante unos meses, de manera que no se podía contar con los almacenes de los jefes para alimentar a gran número de seguidores en tiempos de escasez como consecuencia de sequías o por los estragos causados por las guerras ininterrumpidas. En términos de David Malo, la despensa estaba vacía con demasiada frecuencia como para que los jefes pudieran convertirse en reyes.”
Según los restos arqueológicos fue en el Próximo Oriente entre los años 3.500 y 3.200 a.C donde la jefatura pasó a convertirse en Estado. La razón de ello probablemente sea que esa región estaba mejor dotada de plantas de cultivo gramíneas fáciles de conservar y una rica fauna vacuna, ovina, porcina y caprina fácilmente domesticable lo que propició el abandono de la vida nómada en favor de una vida sedentaria. Una vez abandonada la vida sedentaria y habiéndose asentado en zonas de cultivo los sumerios de Próximo Oriente se vieron imposibilitados de huir a otras zonas cuando los jefes aspirantes a tiranos empezaron a ejercer presión para exigirles más impuestos y mano de obra para obras públicas. ¿Cómo iban a llevarse consigo sus acequias, sus campos irrigados, sus árboles frutales y sus huertos en los que habían invertido su tiempo generaciones de antecesores?
Una vez instaurado el Estado, era fácil que se extendiese por doquier haciendo frente a las jefaturas de su entorno. Mientras que las jefaturas cuando ganaban una batalla sólo podían aniquilar a su enemigo el incipiente Estado sí tenía la capacidad de someter a las tierras que conquistaba por lo que cada guerra ganada acrecentaba su poder exponencialmente, cosa imposible para la frágil estructura de la jefatura…
“Durante el reinado de Sargón I, en 2.350 antes de Cristo, uno de estos Estados conquistó toda Mesopotamia, incluida Sumer, así como territorios que se extendían desde el Éufrates hasta el Mediterráneo. Durante los 4.300 años siguientes se sucedieron los imperios: babilonio, asirio, hicso, egipcio, persa, griego, romano, árabe, otomano y británico. Nuestra especie había creado y montado una bestia salvaje que devoraba continentes. ¿Seremos alguna vez capaces de domar esta creación del hombre de la misma manera que domamos las ovejas y las cabras de la naturaleza?”
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Sencillamente sublime. Felicitaciones al autor.
[…] la experiencia, más parece un sueño de la razón, pero lo que sí ha quedado constatado es que en sociedades reducidas como las tribus paleolíticas no existe un liderazgo rígido ni constante, por lo que podríamos poner en duda que en una situación parecida a las de tales tribus se […]