Trampa 22 de Joseph Heller
1“Trampa 22” narra las aventuras del piloto Yossarian que se niega a volar en más misiones de combates, ya que cuando está punto de alcanzar el número de misiones para licenciarse, el coronel Cathcart las incrementa para obtener el reconocimiento de sus superiores y, eventualmente, llegar a ser general. El miedo a la muerte y el deseo de no arriesgar su vida por nada, impulsan los actos de Yossarian y son el hilo conductor de toda la novela hasta su final.
El libro de Heller está cargado de un sutil humor negro, arranca sonrisas al lector agudo, aunque tras la broma se suela ocultar una crítica profunda a la irracionalidad de la guerra, del nacionalismo y del sistema económico. Por ejemplo, el título de la obra está basado en el impedimento burocrático que obliga a Yossarian dejar de volar: todo el mundo piensa que está loco en su compañía, cuando se percata de ello solicita al médico de la compañía que le realice un informe que demuestre su locura y lo licencien. Pero entonces, el doctor le informa que solo un loco volaría en un bombardero por su peligrosidad, luego el hecho de que no quiera volar y pida un informe demuestra que está cuerdo y por lo tanto, está capacitado para volar en un bombardero. Inversamente, cualquier aviador que quiera volar en un bombardero en misiones de combates está loco y no está capacitado para volar, para ser relevado solo tiene que solicitar un informe médico para ser diagnosticado como loco y no volar más, pero en cuanto lo haga caerá en la trampa 22 y por tanto, demostrará su cordura y su capacitación para volar.
La obra transcurre en este tono de humorismo absurdo y es el tono con el que Heller enlaza la vida de los personajes del campamento y los civiles italianos que interactúan con los militares: putas, policías, ladrones y autoridades. Una novela antimilitarista, triste y divertida al mismo tiempo que nos hace reflexionar sobre las irracionalidades en las que caen las relaciones jerárquicas, irracionalidades que consideramos llenas de sentido cuando hemos vivido y hemos sido educados en ellas.
Comparto con los lectores un fragmento del juicio a Clevinger, un soldado del campamento de Yossarian:
“El teniente Scheisskopf tenía todos los datos a mano.
-Se llama Yossarian, señor -explicó.
-Sí, supongo que así será. ¿No le dijo en voz baja a Yossarian que no podíamos castigarlo?
-No, no, señor. Le dije en voz baja que no podían declararme culpable.
-Seré estúpido -le interrumpió el coronel-, pero la diferencia se me escapa. Sí, supongo que soy muy estúpido, porque la diferencia se me escapa.
-Nos…
-Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad? Nadie le ha pedido aclaraciones y usted me las está dando. Yo estaba afirmando un hecho, no pidiendo aclaraciones. Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad?
-No, señor.
-¿No, señor? ¿Me está llamando embustero?
-No, no, señor.
-¡Maldita sea! ¿Qué quiere, pelearse conmigo? En menos que canta un gallo podría saltar sobre esta mesa y hacer pedazos y repugnante y cobarde persona.
-¡Adelante, hágalo! -gritó el comandante Metcalf.
-Metcalf, es usted un cerdo y un hijo de puta. ¿No le tengo dicho que cierre esa asquerosa boca que Dios le ha dado?
-Sí, señor. Lo siento, señor.
-Pues hágalo.
-Sólo intentaba aprender, señor. La única forma de aprender es intentarlo.
-¿Eso quién lo dice?
-Todo el mundo, señor. Incluso el teniente Scheisskopf.
-¿Usted dice eso?
-Sí, señor -respondió el teniente Scheisskopf-. Pero lo dice todo el mundo.
-Bueno, Metcalf, intente mantener la boca cerrada y quizás así aprenderá a hacerlo. ¿Por dónde íbamos? Vuelva a leerme lo último.
-«Vuelva a leerme lo último» -leyó el cabo que sabía taquigrafía.
-¡No lo último, imbécil! -gritó el coronel-. Lo otro.
-«Vuelva a leerme lo último» -insistió el cabo.
-¡Eso es lo último que he dicho yo! -vociferó el coronel, rojo de ira.
-No señor -le corrigió el cabo-. Eso es lo último que he dicho yo. Acabo de leérselo hace un momento. ¿No lo recuerda, señor? Hace justo un momento.
-¡Oh, Dios mío! Léame lo último que ha dicho él, imbécil. Dígame, ¿cómo demonios se llama usted?
-Popinjay, señor.
-Muy bien, usted es el siguiente de la lista. En cuanto acabe este juicio, empezará el suyo. ¿Entendido?
-Sí, señor. ¿De qué se me va a acusar?
-¿Y eso qué tiene que ver? ¿Han oído lo que me ha preguntado? Se va a enterar, Popinjay. En cuanto acabemos con Clevinger, se va a enterar. Cadete Clevinger, ¿qué le…? Usted es el cadete Clevinger, ¿no?, y no Popinjay…
-Sí, señor.
-Bien, ¿qué le…?
-Popinjay soy yo, señor.
-Popinjay, ¿es su padre millonario o senador?
-No, señor.
-Entonces, Popinjay, va usted de culo y cuesta arriba. Tampoco es general ni alto funcionario, ¿verdad?
-No, señor.
-Me alegro. ¿A qué se dedica su padre?
-Está muerto, señor.
-Me alegro mucho. En serio, va usted de culo y cuesta arriba, Popinjay. ¿De verdad se llama usted Popinjay? ¿Qué clase de apellido es ése? No me gusta.
-Es el apellido de Popinjay, señor -explicó el teniente Scheisskopf.
-Pues no me gusta, Popinjay, y estoy deseando hacer pedazos su repugnante y cobarde persona. Cadete Clevinger, ¿sería usted tan amable de repetir lo que le dijo o no le dijo en voz baja a Yossarian ayer por la noche en las letrinas?
-Sí, señor. Le dije que no podían declararme culpable…
-Continuaremos a partir de ahí. ¿A qué se refería exactamente, cadete Clevinger, cuando dijo que no podíamos declararlo culpable?
-Yo no dije que no pudieran declararme culpable, señor.
-¿Cuándo?
-¿Cuándo qué, señor?
-Maldita sea, es que va a empezar a tomarme el pelo otra vez?
-No, señor. Lo siento, señor.
-Entonces conteste a la pregunta. ¿Cuándo no dijo usted que no podíamos declararlo culpable?
-Anoche, en las letrinas, señor.
-¿Es ésa la única vez que no lo dijo?
-No, señor. Yo siempre no he dicho que no podían declararme culpable, señor. Lo que le dije a Yossarian fue que…
-Nadie le ha preguntado qué le dijo a Yossarian. Le hemos preguntado qué no le dijo. No nos interesa lo más mínimo lo que le dijo a Yossarian, ¿queda claro?
-Sí, señor.
-Entonces, prosigamos. ¿Qué le dijo a Yossarian?
-Le dije que no podían declararme culpable del delito del que se me acusa sin dejar de ser fiel a la causa de…
-¿De qué? Está balbuceando.
-No balbucee.
-Sí, señor.
-Y balbucee «señor» cuando balbucee.
-¡Metcalf, hijo de puta!
-Sí, señor -balbuceó Clevinger-. De la justicia, señor. Que no podían declararme…
-¿La justicia? -el coronel estaba atónito-. ¿Qué es la justicia?
-La justicia, señor…
-Eso no es justicia -se mofó el coronel, y se puso a golpear de nevuo la mesa con su mano gorda y regordeta-. Eso es Karl Marx. Voy a decirle qué es la justicia. Es una patada en el estómago cuando estás caído en el suelo, una puñalada trapera en medio de la oscuridad, un tiro a traición en el pañol de un buque de guerra. El garrote vil. Eso es la justicia cuando tenemos que prepararnos y endurecernos para la lucha. ¿Entendido?
-No, señor.
-¡Basta de señores!
-Sí, señor.
-Y diga «señor» cuando no lo diga -le ordenó el comandante Metcalf.
Clevinger fue declarado culpable, por supuesto, pues en otro caso no lo habrían acusado, y como la única forma de demostrarlo consistía en declararlo culpable, era su deber patriótico hacerlo. Le condenaron a realizar cincuenta y siete paseos de castigo. A Popinjay lo encerraron para darle una lección, y al comandante Metcalf lo trasladaron a las islas Salomón a enterrar cadáveres. El castigo de Clevinger consistía en pasar cincuenta minutos todos los fines de semana paseando por delante del edificio del capitán preboste con un fusil descargado que pesaba una tonelada.
A Clevinger le resultaba todo muy confuso. Ocurrían muchas cosas extrañas, pero a su juicio, la más extraña de todas era el odio, el odio brutal, implacable, sin disimulos, de los miembros del tribunal, que endurecía su expresión despiadada con una capa de venganza, que destellaba en sus ojos entrecerrados malévolamente, como brasas inextinguibles. Clevinger se quedó asombrado al descubrirlo. Lo habrían linchado si hubieran podido. Ellos tres eran adultos y él un muchacho, y lo odiaban y querían verlo muerto. Lo odiaban antes de que llegara allí, lo odiaban mientras estuvo allí, lo odiaron cuando se marchó, se llevaron el odio consigo como un preciado tesoro cuando se separaron y se reintegraron a sus respectivas soledades.
Yossarian había hecho todo lo posible la noche anterior para advertirlo de que tuviera cuidado.
No tienes nada que hacer, chaval – le dijo sombrío-. Detestan a los judíos.
Pero yo so soy judío – replicó Clevinger.
Da lo mismo – le aseguró Yossarian, y tenía razón-. Van a por todo el mundo.
Clevinger se apartó de su odio como una luz cegadora. Aquellos tres hombres que lo odiaban hablaban su lengua y llevaban su mismo uniforme, pero al ver sus rostros carentes de bondad disueltos en líneas inmutables de hostilidad comprendió al instante que en ningún rincón del mundo, ni siquiera en los aviones o los tanques o los submarinos fascistas, ni siquiera en los búnkeres tras las ametralladoras o los morteros o los lanzallamas, ni siquiera entre los expertos artilleros de la División Antiaérea Hermann Goering, ni entre los temibles partidarios del nazismo de las cervecerías de Múnich, ni de ningún otro lugar, encontraría hombres que lo odiaran más”
Joseph Heller; Trampa 22; capítulo 8 de la traducción de Flora Casas
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