I. 6 – Conflictos entre el educador y el alumno impuestos por el actual modelo de autoridad educativa
0En este apartado quiero analizar algunas de las interrelaciones que el actual concepto de la autoridad impone entre el funcionario educativo y el alumno. Ya he comentado las contradicciones a las que se ve expuesto el educador, pero también el alumno, en el actual sistema educativo. Por un lado, la sociedad reconoce al educador una autoridad legal que unas veces está sustentada en la idoneidad objetiva y otras no. Por otro, el alumno es forzado a formar parte de este sistema educativo y, por tanto, a asumir la autoridad legal del docente. Alumno y educador son víctimas de la misma situación: el alumno es obligado a aprender, el profesor a enseñar a alumnos que no siempre desean aprender lo que se enseña y de quien lo enseña. Unos y otros intentan, a través de Escila y Caribdis, sortear la contradicción entre el impulso natural y espontáneo de aprender y enseñar; y la imposición y control que el estado quiere aplicar sobre este impulso natural.
En aulas masificadas, no diversificadas y en las que el interés del alumno se da por supuesto ingenuamente, el funcionario educativo se ve obligado no a realizar su tarea, es decir enseñar, sino a intentar realizarla. El educador intenta enseñar en ambientes en donde, por razones que expondré más adelante, el deseo de aprender no existe en todos los alumnos. Esto implica que la disrupción del proceso de enseñanza-aprendizaje no es la anécdota sino la norma. Para evitar esta situación de manifiesta injusticia, en donde unos pocos que no quieren aprender (y a los que quizás no les falte razón para no quererlo) imponen a la mayoría su voluntad, el docente se ve obligado a usar la coacción para defender el proceso educativo. Esto es algo que vemos como normal, pero que no lo es tanto. No dudo que el menor está aún interiorizando las normas sociales y que los impulsos individualistas gobiernan con más frecuencia su voluntad que en la persona adulta; sin embargo, el nivel de coacción a la que se ve expuesto el alumno, primero por el estado y después por el docente, dificulta precisamente ese proceso de maduración.
El niño que se enfrenta a esta situación puede adoptar diversas actitudes. Por ejemplo, puede comportarse sumisamente e interiorizar que la autoridad coactiva es apropiada y justa, la manera habitual como los hombres se relacionan entre sí. Es evidente el daño moral que tal interiorización puede tener sobre el menor. El comportamiento sumiso tiene su lógica contrapartida en el autoritarismo; una persona sumisa a la autoridad coactiva tenderá a adoptar comportamientos autoritarios cuando esté en una situación de poder. Es lógico porque el pensamiento sumiso parte de la premisa de que es normal y legítimo que unos hombres investidos de poder impongan su voluntad a otros hombres, el que piensa así ¿cómo actuará en una situación de poder? Es frecuente que personas con actitudes lacayunas ante sus superiores jerárquicos, se transformen en tiranos frente a sus subordinados. Este comportamiento es seguido como conducta adaptativa por algunos alumnos dentro del actual sistema educativo y fue una actitud útil en las sociedades industriales y postindustriales del XIX y XX; está por ver si serán útiles en la sociedad reticular y de la información del siglo XXI.
Sin embargo, no todos caen presos de la sumisión. El impulso de libertad en el hombre es más fuerte que cualquier tiranía y cuando observamos la historia, vemos que aún cuando existieron, y existen, gobiernos y grupos humanos que intentaron mutilar el alma del hombre con mil y un instrumentos ideológicos-punitivos (al cual más sofisticado y cruel), siempre fue su afán en balde y nunca pudieron apartar a los hombres por mucho tiempo de su esencia más radical, la libertad. ¡Cuánto debemos complacernos al ver como frente a enormes estructuras de poder tiránicas siempre se erigieron unos pocos que hicieron de defensores de los derechos de todos, a despecho, incluso, de su propia seguridad y vida! Nuestro sistema educativo no es una excepción, el problema es que el alumno rebelde, por su inmadurez, no se rebela contra el sistema que le oprime, se rebela contra todo lo que este sistema representa y contra todo lo que el sistema se ha apropiado pero no le pertenece. El profesor es víctima de esta situación, él enseña lo que enseña y enseña lo que se supone que debe enseñar; que esto no satisfaga a todos es un problema para él y para los alumnos que rechazan sus enseñanzas, pero desgraciadamente, no lo es para los diseñadores de un sistema educativo tan irracional. Además, el alumno se rebela contra el docente, pero también contra el conocimiento mismo que asocia a la opresión que sufre; y esta rebeldía es fatal y autodestructiva ya que ese noble impulso, en vez de fortalecerse con la razón, queda anulado y reducido por una ignorancia militante. Es evidente, que el alumno víctima de esta contradicción tendrá dificultades en el proceso de autocrecimiento y socialización; muchos serán incapaces de adoptar en su vida adulta otro rol que no sea el de rebeldes sin causa,; unos pocos, tras una lucha dura y solitaria, lograrán adaptarse, mejor o peor, a la sociedad que les ha tocado en suerte.
Sumisión y rebeldía son extremos de una tensión. Los comportamientos más frecuentes serán intermedios y el más frecuente de todos, quizás, sea la apariencia de sumisión. El alumno aparenta atención e interés cuando no tiene ni una cosa ni otra, así no sufre todo el peso de la coacción y sigue conservando su independencia aunque sea a un nivel interno. Esta conducta adaptativa tiene el problema de que el menor normaliza, desde pequeño, el fingimiento ante la autoridad pero no el respeto hacia la misma que solo puede surgir en libertad. En nuestras sociedades actuales, los adultos, por lo general, somos presos de este fingimiento colectivo: aparentamos respetar a la autoridad política pagando impuestos y obedeciendo las normas mientras, internamente, despreciamos moralmente a la casta gobernante. Dudo que ese modelo de conducta sea sano ni nos haga más felices, más libres o más sabios.
Pero el funcionario educativo no se haya libre de los conflictos internos que sufre el alumno frente a su autoridad. De hecho, es antes víctima que verdugo de un sistema educativo irracional, ya que la autoridad que le reconoce en el aula el estado, está circunscrita a ese entorno y no más allá. Quiero decir con esto que el estado otorga autoridad legal al docente en el aula, pero el educador no tiene capacidad ninguna de decisión sobre las leyes y políticas educativas que sufre y que se ve obligado a hacer sufrir a sus alumnos. Se convierte así, en cadena de transmisión de la ideología dominante, pero también en víctima de esa ideología.
El poder parece querer convertir los centros de educación primaria y secundaria en un extraño híbrido entre cárcel y guardería, en donde el fomento de la excelencia y del conocimiento sea un nebuloso concepto entre otros. He escuchado a padres de alumnos sostener que los centros educativos deberían estar abiertos en verano porque si no ¿qué hacen con sus hijos durante esos meses? Viviendo en una suerte de totalitarismo demagógico, no es raro que los políticos de turno (y digo de turno porque nada define mejor a la actual clase política que el turnismo) presten oídos a tales pretensiones que están, reconozcámoslo, más extendidas de lo que creemos. La idea de que los centros educativos, sobre todo los de secundaria, deben tener una función de “contención social” es ya más que una idea, una realidad.
Entiéndase la situación del docente cuando se le intenta convertir en guardián o carcelero. Alumnos desmotivados, que van a clase porque el gobierno regional paga a sus padres para que los lleven, o porque están amenazados por servicios sociales, o porque no hay más remedio. ¿Puede comprender el lector lo difícil que llega a ser la tarea del profesor en cursos de treinta alumnos en donde haya tres o cuatro con la intención manifiesta no solo de no aprender sino de no dejar aprender? ¿Qué herramientas posee el docente para evitar esta situación, para conseguir que todos y cada uno de los menores puedan disfrutar de su derecho a ser formado? Ninguna. Impotencia y desesperación son sentimientos comunes en tales situaciones, en donde constatamos que unos pocos imponen su voluntad a muchos; máximamente cuando nuestro sistema pedagógico parece amparar antes a los que dañan la convivencia que al docente y a los menores que sí quieren ejercer su derecho a aprender. No dudo que haya que buscar una solución para los alumnos disruptivos, no dudo que la segregación no es la solución, pero tampoco dudo que la situación en algunas aulas hace imposible el ejercicio de la docencia. Y aunque reconozco que es responsabilidad del profesor ganarse el reconocimiento a su autoridad frente a sus alumnos, también considero que los pedagogos del sistema, abotargadas sus mentes por un simplista utopismo antropológico, no han sabido comprender la necesidad de anteponer los hechos a las teorías.
Si un menor no sabe o no quiere convivir en el respeto y la razón, es un drama, primero para el menor, pero también para toda la sociedad. Es evidente que no podemos deshacernos de ellos como deshechos sociales, no lo son. Difícil han sido las circunstancias que han tenido que sufrir muchos de ellos, y la justicia hacia estos alumnos disruptivos siempre debe estar contenida por la compasión; ahora bien, la misma compasión que les ampara a ellos ¿no protegerá a un alumno, hijo de obrero, cuya única posibilidad de ascender socialmente es la educación, cuando esa posibilidad sea lesionada por otro menor? Parece ser que este tipo de argumento es demasiado complejo para los teóricos educativos. Que sigan leyendo a Rousseau, quizás algún día alcancen a entenderlo.
Como ya analicé antes el ejercicio de la autoridad tiene sus riesgos psicológicos; el principal de ellos es que nos acostumbremos a mandar y ser obedecidos. El magister enseña, no adiestra; y, conviene no olvidarlo, son dos cosas bien diferentes. Con esto quiero decir que, del mismo modo que la convivencia se dificulta por la actitud de los alumnos disruptivos, también puede ser puesta en peligro por un docente fascinado por su autoridad. Todos, o casi todos, hemos sufrido en nuestros años de instituto o colegio el abuso de autoridad de ciertos enseñantes; el funcionario educativo, sometido a tantas presiones como he comentado, cae en el autoritarismo o se niega, irresponsablemente, a ejercer su autoridad; comportamientos parciales y por tanto insatisfactorios, para superar un día a día, a veces, estresante. Y esto tampoco es justo, y como no es justo es un problema tanto para el alumno como el profesor. La sensación de injusticia, de opresión, de arbitrariedad que sufren algunos alumnos es, muchas veces infundada, otras, no tanto. Sin embargo, el menor es consciente de su impotencia frente a una autoridad legal que juzga injusta; no posee como ciudadano la verdadera posibilidad de ser escuchado. ¿Será satisfactorio el ejercicio de la docencia para estos funcionarios educativos? Puede serlo indirectamente por la sensación de dominio sobre otros hombres, pero la vocación específica del que educa no será satisfecha de esta manera. De igual modo que el menor que no quiere aprender frustra al docente que quiere enseñar, el docente que no quiere o no sabe enseñar frustra al alumno que anhela aprender.