Diferencias entre la autoridad del político y la autoridad del docente (demagogia y carisma)
1 En la mayoría de las sociedades estatales actuales, el número de súbditos alcanza cifras que se cuenta por millones o, incluso, cientos de millones. En estos estados fundar la autoridad del poder político en la idoneidad es extraordinariamente complejo ya que una minoría de la población controla los centros de decisión y millones de súbditos no pueden constatar de manera directa la idoneidad de tales élites. Bien es cierto que el pueblo puede conocer de segunda mano los resultados de las políticas de sus dirigentes juzgando la mejora o merma en su calidad de vida, sin embargo, este sistema indirecto induce en muchos casos al error. La población puede ver incrementado su nivel de vida de manera artificial por una falla en su percepción de los hechos inducida, o no, por los sistemas de propaganda de los estados.
Sea como sea, el contacto y conocimiento directo de los líderes políticos es difícil y solo accesible a unos pocos. La ciudadanía no tiene la posibilidad de juzgar por sus propios medios la idoneidad moral o intelectual de los que le gobierna. El estado, consciente de esto, utiliza los medios de propaganda para inculcar en las masas ideas ficticias sobre los méritos y defectos de los que les gobiernan, sin embargo, este sistema no es del todo efectivo ya que el sujeto manipulado sigue entendiendo al “político” como algo lejano que “aparece” en la televisión o en el diario junto con los personajes de la farándula o actores de cine. Aún cuando no se puede negar la importancia de la manipulación de masas en el sometimiento ideológico que sufre la mayor parte de la población mundial, ese sistema por sí mismo y sin otro apoyo sería inútil para su propósito: crear en el pueblo la idea de que sus líderes son buenos y sabios o, por lo menos, que actúan por el bien común.
Para apoyar la labor de la propaganda, el estado, y cualquier estructura de poder, ha usado la ley para legitimar su autoridad. Como ya he dicho en otro sitio, la ley refuerza la autoridad cuando los que obedecen entienden que esas directrices son razonables y redundan en el bien colectivo; cuando las leyes son impopulares y se imponen, menoscaban la autoridad de los líderes y la propaganda sucumbe, tarde o temprano, ante la verdad.
Por esta razón en muchas sociedades estatales se han desarrollados sistemas asistenciales de educación, sanidad, transporte, etc. Estas estructuras asistenciales, sustentadas por leyes y por funcionarios, fomentan en los ciudadanos el respeto a la autoridad política a la que, erróneamente, se le considera benefactora y dadora de esos servicios. La ley que defiende a los ciudadanos de atropellos y abusos, los servicios asistenciales y el funcionariado, sostienen la legitimidad legal sin la cual ningún sistema de poder podría mantenerse mucho tiempo a menos que usase la coacción.
Entiendo, por tanto, que las estructuras de poder extensa, máximamente las estructuras estatales, necesitan, entre otras cosas, de la legalidad para extender en la población la idea de que el poder de los que mandan es legítimo.
Aún así la mera legalidad es demasiado fría y poco seductora, para reforzarla es necesario el carisma de los líderes políticos pero ¿cómo ser reconocido como líder carismático por las masas? La respuesta ya la dí al principio de este artículo: mediante la propaganda.
Entiendo carisma como capacidad de fascinar a otras personas. El carisma político es la capacidad personal para hacerse obedecer de grado. Vuelvo a un ejemplo antes citado: un chico con carisma será reconocido como líder natural en un grupo de amigos porque se muestra como benéfico, cercano y capaz de desempeñar las funciones de mando sin afán tiránico. Si este líder natural se muestra mal intencionado, soberbio o se equivoca constantemente en sus decisiones pierde el carisma. Como se ve, el carisma tendrá más fuerza para obtener la obediencia cuanto más cercana sea la relación del líder con sus seguidores, cuanto más lejos estemos del sujeto carismático menos podremos reconocer su idoneidad como jefe.
El carisma no solo tiene una faceta racional, sino que también se funda en sentimientos, esta es la razón por la que el demagogo puede desarrollar su carisma alimentando en sus seguidores sentimientos irracionales como el odio o el miedo; gracias a esta estrategia manipulativa muchos tiranos llegaron al poder por el auxilio del pueblo. En todo caso, el contacto directo y continuo con el líder es el mejor antídoto contra la demagogia, tristemente ese antídoto nos está vetado por las dimensiones demográficas de las sociedades estatales.
Para seducir a la población y convertir a un particular en líder carismático, basta hacer uso de los sistemas de control de la opinión de los que disponen los diferentes grupos de presión ideológicos. Esta manera de “maquillar” la imagen de un político es un modo peligroso de convertir la demagogia en instrumento de control social pues desorienta a los súbditos y los hace creer en vanos espejismos que los incapacita para tomar decisiones autónomas y racionales sobre su propio futuro, convirtiendo, finalmente, al demagogo en una verdadera necesidad para el mantenimiento del orden social. En esta lamentable situación nos encontramos ahora.
Como se ve por lo anterior, el carisma del político en los sistemas estatales tiene un sostenimiento artificial del que difícilmente puede hacer uso el docente en el desempeño de su labor. Por esto creo que las figuras del político y del funcionario dotado de autoridad son diferentes aún cuando tienen puntos en común. Es importante, por lo tanto, subrayar que cuando hablo de autoridad del docente no me refiero a la autoridad que es fruto de la demagogia sino de una autoridad basada en el contacto directo con los miembros del colectivo, en este caso los alumnos.
Sin embargo para analizar la autoridad del docente debo mostrar los peligros que tal autoridad contiene. El primer peligro surge de la dificultad para mantener la autoridad en un entorno cercano. Quien sucumbe a este peligro, bien por comodidad o por debilidad de carácter, imposibilita la convivencia y el aprendizaje. Será algo sobre lo que vuelva más adelante pero nuestra actual legislación educativa fomenta situaciones en donde el docente deja de convertirse en un educador para transformarse en carcelero. No con agrado, por supuesto. Aulas masificadas, sistemas de promoción falsificados, desmotivación, diversidad curricular no atendida y burocracia sin límite, hacen que la labor de educar sea cada día más y más difícil; y que el educador tenga la tentación de rendirse o coaccionar. El primer peligro, como ya he dicho, es que el docente incumpla su deber renunciando a su autoridad.
El segundo peligro es el de entender la coacción como sistema correcto para obtener obediencia. Esta actitud es hija de la fascinación por el dominio que, por razones sociales y biológicas, es un bajo instinto propio de muchos hombres. En este caso, el docente renuncia a la legitimidad para obtener obediencia y usa la violencia que puede ser sutil y de muchos tipos.
Como educadores debemos ser conscientes, de dos cosas. La primera es que la autoridad del docente es diferente a la del político en nuestras actuales sociedades. Mientras que el primero obtiene su autoridad por el contacto directo con los alumnos y el reconocimiento legal, el segundo hace uso de la demagogia para mostrar su falso carisma. Igualmente, debemos ser conscientes de los peligros que nuestra autoridad entraña, teniendo en cuenta que la ejercemos sobre menores de edad: podemos eludir nuestra responsabilidad como autoridades educativas y rendirnos ante la estupidez o caer fascinado por el poder y la coacción olvidando que nuestra autoridad reside en el reconocimiento al menos tanto como en la ley.
Otros artículos sobre el actual sistema educativo
no me gusta la informacion