La España invertebrada: el elitismo orteguiano
2En su obra de 1921 España invertebrada, Ortega y Gasset analiza el proceso de desintegración nacional que sufría la España de su tiempo. Los regionalismos o nacionalismos catalán y vascos no eran más que síntomas de un largo proceso histórico de descohesión social. Este proceso degenerativo se había iniciado mucho antes, llegando a afirmar el pensador español que tras su unificación con los Reyes Católicos, la historia de España ha sido “la historia de una decadencia”.
La causa de esta decadencia endémica en nuestro país ha sido la ausencia de “los mejores”, a su vez, esta carencia ha hecho al pueblo español “indócil” ante la excelencia, de tal modo que el español no está habituado a reconocer y, mucho menos, obedecer a esos pocos hombres que nacen dentro de nuestras fronteras y son capaces de construir proyectos colectivos aglutinantes y generadores de sentido histórico. El patán español, viene a decir Ortega, intenta refutar, contradecir o ridiculizar al hombre egregio antes que escucharlo y aprender de él. Esta defensa del elitismo frente a la cultura de masas será una constante en el pensamiento orteguiano, su obra La rebelión de las masas es un claro ejemplo de ello.
Las razones de este “odio a los mejores” son complejas y no se debe de culpar solo a los más. Las élites en nuestro país no han sido tales, han sido, salvo honrosas excepciones, grupos cerrados empeñados en defender sus propias particularidades como gremio en vez de minorías dinamizadoras del colectivo, como lo han sido en Inglaterra, Francia o Alemania.
La falta de ímpetu creador en los pueblos bárbaros que nos invadieron (visigodos), impidió, según el autor madrileño, el surgimiento de un verdadero feudalismo de espíritu germánico. El feudalismo, con todas sus sombras, fue un sistema social que potenció la lucha entre las élites y por tanto el establecimiento de una minoría selecta y guerrera. Frente a la mentalidad romano-moderna según la cual el hombre al nacer ya posee ciertos derechos en plenitud, el feudalismo considera que los derechos y la esencia misma de un individuo o un pueblo deben ser conquistados y una vez conquistados, defendidos. Esta mentalidad feudal solo existió tímidamente en España y fue suprimida definitivamente con la unificación monárquico-sacerdotal de los Reyes Católicos.
Esta carencia de minorías selectas, o su debilidad, ha propiciado que la historia de España, como unidad, haya sido la historia de una decadencia. Frente a las colonizaciones inglesas y francesas, realizadas bajo la inspiración de una minoría dirigente, la colonización española fue una obra “popular”. El resto de proyectos políticos españoles poseen ese mismo rasgo: la falta del impulso director de una élite.
Ortega solo ve una solución a esta crítica situación que arrastra la nación española desde sus inicios: que el vulgo sienta en sus carnes la magnitud de sus errores y vuelva, plácidamente, a la docilidad que nunca debió abandonar.
“[…]las masas, una vez movilizadas en sentido subversivo contra las minorías selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina. Es preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas aprendan lo que no quieren oír. Hay, pues, un momento en que las épocas de disolución, las edades “Kitra”, hacen crisis en el corazón mismo de las multitudes. El odio a los mejores parece agotarse como fuente maligna, y empieza a brotar un nuevo hontanar afectivo de amor a la jerarquía, a las faenas constructoras y a los hombres egregios capaces de dirigirlas.”
Ortega y Gasset; España invertebrada; parte segunda, capítulo siete.Texto extraído de la edición de la editorial Espasa
Aunque valoro la agudeza de Ortega en otras reflexiones, no puedo menos que manifestar mi escepticismo hacia su elitismo político. En primer lugar, el elitismo ha sido siempre un rasgo asociado al pecado capital de la mayoría de los filósofos: la soberbia. Efectivamente, quien distingue entre vulgo y élite y se permite el lujo de recomendar obediencia a unos y habilidades de mando a otros, no puede menos que hacer esta recomendación con el convencimiento consciente o inconsciente de que él mismo está en el grupo de los que “ven”, “comprenden” y “sienten” de una manera más preclara que el resto. Que un hombre como Ortega pensase tal cosa puede ser comprensible y respetable, pero que esa sensación de saberse mejor garantice la verdad de tal sensación es más que discutible.
Además, aún cuando admitiésemos que la humanidad está compuesta por dos clases de hombres: el vulgar que debe obedecer y el “excelso” que debe mandar; si alguno de estos prohombres se cree capaz de dirigir los destinos de un pueblo, por poseer capacidades espirituales o intelectuales superiores al resto, no tiene más que mostrarlo con hechos. Aquel que “esté llamado a mandar sobre la masa ignorante” que lo demuestre mandando, convenciendo, actuando; pues que alguien critique amargamente a los demás porque son unos necios que no reconocen su propia valía, me parece más la excusa de un mediocre que de un hombre escogido.
Por otro lado, ¿qué consecuencias ha tenido en la historia de la humanidad esta mentalidad? Para no ir muy lejos las figuras del Futher, Duce o, en general, Líder Supremo han sido sobradamente ensayadas durante el siglo XX. Desgraciadamente que un individuo o grupo de ellos se autoproclame miembro de una élite salvífica no es nuevo, pero en el pasado siglo lo hemos sufrido con creces. Ortega diría que esos no son élites verdaderas sino vulgo elevado al mando, fácil salida argumentativa, pero que no responde a la cuestión principal: ¿dónde están las “verdaderas élites”? Muchos pensarán que solo en la mente de aquellos que piensan que pertenecen a ellas.
Este culto a las minorías selectas es tan antiguo como la filosofía misma. Ortega no hace más que reproducir, de un modo algo más sutil que Platón, la añoranza intelectualista por un gobierno de sabios. Y aunque es innegable que hay hombres con mayor o menor carisma, inteligencia, empatía o habilidad que la mayoría, este reconocimiento se hace horizontalmente y sin necesidad de establecer una artificiosa jerarquía. Yo reconozco en el médico a un igual que sabe más de una cosa, la salud, que yo. No es un oráculo al que consultar sino un especialista al que atender pero, reconocer en otra persona un mayor conocimiento ¿me exonera de mi deber de mantener una postura crítica? Si asumo las directrices del doctor como órdenes absolutas me convierto en un elemento pasivo del proceso curativo, el enfermo consulta, sopesa, valora y respeta la opinión del especialista sin someterse a él y transformarse en “cosa”. El liderazgo debe ser entendido, a despecho de los elitistas, como capacidad de aunar esfuerzos creativos, críticos y autocontradictorios y no como la capacidad de hacerse obedecer por masas uniformes e ignorantes. Nadie debilita sus pies y sus manos porque piense con el cerebro; una sociedad no es mejor por tener un pueblo dócil sino por tener una ciudadanía comprometida y crítica con su futuro. La excelencia tiene muchas dimensiones y no es exclusiva de los “llamados a mandar”, por tanto, la búsqueda de esa excelencia es un proyecto colectivo aglutinante en sí mismo. La simplona mentalidad elitista es la que está detrás de los totalitarismos que hemos sufrido y de los que aún somos víctimas.
imagen de: http://www.enfocarte.com/1.11/images/ortega1.gif
De acuerdo dólo a medias
«…una sociedad no es mejor por tener un pueblo dócil sino por tener una ciudadanía comprometida y crítica con su futuro».
De acuerdo sólo a medias: mejor que cada uno fuera comprometido y crítico consigo mismo y con su presente. Pero más bien la mayoría se comprometen a bien poco y la crítica suele ser hacia los demás.
Ciertamente opino igual que tu en este punto. La crítica es siempre autocrítica, consciencia de nuestra insuficiencia como sujetos aislados. Criticar a unos para que lleguen al poder los otros es una forma de irresponsabilidad cívica demasiado frecuente ¿quizás inevitable? Por ello creo que la educación es clave para autoconocernos y así, reconocer la realidad que nos rodea y limita.
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