La trampa del lenguaje políticamente correcto
1El concepto de un lenguaje “políticamente correcto” surgió a finales del siglo pasado y es una moda intelectual que aún colea en nuestro tiempo. Aunque la idea de un lenguaje políticamente correcto cobró fuerza por aquel entonces, la mentalidad que subyace tras él es casi tan antigua como el lenguaje mismo; desde que tenemos constancia los grupos humanos han utilizado eufemismos para denominar referentes tabuados o que tenían connotaciones negativas dentro de una determinada cosmovisión compartida.
Nos referimos al culo con el eufemismo “pompis” porque consideramos de mal gusto llamar a las cosas por su nombre. A pocos lectores escapará la cursilería de este lenguaje “correcto”: no tenemos problemas en decir “el culo de la botella” pero cuando queremos denominar una parte de la anatomía, a la que la mentalidad bienpensante dota de connotaciones negativas, buscamos una palabra que diga sin decir lo que no se debe. Observamos también que en español, como en todas las lenguas de nuestro entorno inmediato, existen múltiples palabras para referirse a los genitales de un modo cortés. Esto viene a mostrar que lo que está socialmente tabuado no son las palabras sino los referentes a los que estas palabras señalan, para sortear estos referentes socialmente negativizados inventamos y reinventamos palabras para designarlos. Cuando los eufemismos están normalizados y son de uso común ya están “demasiado cerca” del referente tabuado, por tanto, buscamos una nueva palabra que “nos aparte” de lo referido; por esta razón algunos eufemismos tienen tan corta vida, pues cuando se normalizan pierden su capacidad de distanciarnos de lo tabuado.
La moda de lo políticamente correcto pretende reformular nuestro lenguaje para “no herir sensibilidades”, pero lo que realmente hace es poner de manifiesto cuales son los conceptos negativizados por el buen hombre blanco. En el estado español se importó la costumbre de denominar a los negros “personas de color” junto con otros eufemismos como, por ejemplo, “subsahariano”. Denominar a una persona “negra” no es en sí una ofensa, de hecho muchos negros aborrecen ser llamados “personas de color” ya que constatan que ellos no son de color en abstracto, sino de color negro. Igualmente, el término blanco no es ofensivo para los que se sienten de esta raza, ¿por qué? Porque, desgraciadamente, lo que está negativizado en la mentalidad occidental es ser negro pero no ser blanco; el término es lo de menos, la carga negativa, en este ejemplo, no la tienen las palabras sino los referentes. Personalmente, una persona no es mejor ni peor por su color de piel, así que no me apura denominar a alguien como “negro” o como “blanco” porque en mi corazón no hay ninguna intención de ofender y tengo interiorizado que la raza es un rasgo accidental que no define la esencia de ningún sujeto. Aquellos blancos bienpensantes que no se atreven a llamar negro al negro o moro(*) al moro, están poniendo en evidencia sus prejuicios inconscientes y atávicos. Como he mostrado los eufemismos se usan para denominar a referentes socialmente negativizados pero ¿qué negatividad hay en pertenecer a una raza que no sea la blanca?
Algo parecido ocurre con el término “homosexual”, usado para definir a individuos que sienten atracción por personas de su mismo sexo. Hoy, generalmente, se considera ofensivo el uso de los términos “sarasa”, “marica” y otros similares que han sido sustituidos por el correcto “homosexual”. Irónicamente este término fue popularizado por Richard Freiherr von Krafft-Ebing en su libro Psychopathia Sexualis, a finales del siglo XIX(**); con esta palabra el psiquiatra alemán pretendía denominar una supuesta patología sexual, de hecho con tal sentido se ha usado el término “homosexual” durante la mayor parte del siglo XIX y XX. Es irónico, repito, que sea un término médico el considerado propicio y correcto para definir un comportamiento que a mi, personalmente, nunca me ha parecido patológico. Esta es una más de las contradicciones del lenguaje políticamente correcto; de hecho muchos bujarrones se autodefinen como maricas o maricones ya que entienden que esos términos no son ni deben ser peyorativos, tal actitud pone los pelos de punta a los bienpensantes por la sencilla razón que para ellos, de un modo u otro, el mariconeo es algo que no debe ser nombrado sino con un eufemismo, como si se tratase, efectivamente, de algo de lo que avergonzarse.
El lenguaje políticamente correcto es una idiotez más del prepotente hombre blanco que aquieta su conciencia pacata buscando nombres y giros para definir referentes que históricamente han estado cargados de negatividad. El mundo no se transforma cambiando las palabras, esa pretensión es cobarde e incoherente, la sociedad se transforma cambiando nuestras mentalidades porque no es la palabra lo que ofende sino el uso o la connotación que se le da. El lenguaje políticamente correcto pretende que reinventando términos se acabará con la exclusión social que pesa y ha pesado sobre ciertos colectivos, sin embargo, a mi se me antoja que la información, la lucha social y el uso de argumentos son caminos más eficaces para combatir la estigmatización de estos colectivos aunque, evidentemente, es más sencillo inventar palabros que funcionen a modo de pátina para tapar nuestra mala conciencia.
fuente de la imagen: http://desmotivaciones.es/432869/Persona-de-color
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(*) En español la palabra “moro” se considera políticamente incorrecta. Sin embargo, según el DRAE, la palabra moro proviene del latín “maurus” que significa “habitante de la provincia mauritana”, en otras palabras, del norte de África. El término “moro” define y refiere perfectamente al moro, el problema es que ser moro ha sido negativizado en nuestra historia reciente. En vez de luchar contra ese rechazo al referente y fomentar la tolerancia, buscamos nuevas y estúpidas palabras para referirnos a pueblos vecinos, como si ser moro, etimológicamente “habitante del norte de África”, fuera una suerte de mancha.
(**) fuente: artículo Homosexualidad de la Wikipedia.
Lo mismo sucede con la famosa expresión: «trabajadores y trabajadoras». Quienes la utilizan, no entienden que dicha forma de hablar es en realidad mucho más sexista que decir a secas «trabajadores», puesto que está dividiendo, separando a las personas en base a su sexo. Se está diciendo con ella, de forma incosciente, que existen «dos clases de personas», esto es las que son hombres y las que son mujeres.