El odio al diferente y el desarrollo de los sentimientos humanitarios en la infancia
1“Desde muy pequeños los niños ya clasifican a sus semejantes en grupos. Para cuando tienen tres años, y muy posiblemente incluso en la primera infancia, los niños reconocen que las personas pueden dividirse en diferentes razas, géneros e incluso grupos idiomáticos. Y estos niños ya muestran preferencias, tanto explícitas como implícitas, por las personas que creen más parecidas a ellos. Lo hacen incluso cuando los adultos insisten en que está mal tratar a los afroamericanos o a las chicas o a los hispanoparlantes (o a los blancos, los chicos o los angloamericanos) de manera diferente.
Un par de recientes experimentos indican que eso puede afirmarse también de grupos completamente arbitrarios, el equivalente de los plumas rojas y plumas azules en niños de tres años. Estos niños decían que preferían jugar con un niños que tuviera el mismo color de pelo y el mismo color de camiseta que ellos, en lugar de con uno que tuviera diferente color de camiseta. En otro experimento, el investigador puso arbitrariamente una camiseta roja o azul a un niño determinado. Luego, el niño vio fotos de otros niños con camisetas rojas y azules. Invariablemente los niños dijeron que los muchachos con la camiseta de su mismo color eran más majos, y que preferían jugar con ellos.
Los niños parecen ser sensibles a las señales, como las diferentes formas de vestir, de hablar, de actuar, que pueden indicar que alguien es miembro de otro grupo.”
Alison Gopnik; El filósofo entre pañales; capítulo VIII, apartado “No como yo”.
Aunque los experimentos que nos narra la autora adolecen de cierta simplicidad, propia de la metodología con la que se hace el análisis, no podemos negar que muestran una verdad incómoda para muchos. Desde los mismos orígenes de la filosofía se ha subrayado el carácter social del ser humano, partiendo de tal evidencia se ha concluido que el hombre tiende, por naturaleza, a buscar la ayuda y colaboración de sus semejantes para obtener sus propósitos; los sentimientos humanitarios que nos impulsan a reconocer a otro hombre como un igual y a favorecerlo serían, según esta interpretación, inherentes a todos nosotros y reconocibles en cualquier cultura o contexto histórico.
Tal perspectiva no es en sí misma falsa pero en tanto que es una teorización idealizada no puede más que caer en la parcialidad. Se ha incidido en el hecho de que otros animales gregarios muestran vínculos de solidaridad con los de su misma especie e, incluso, con seres de especies diferentes; pero esta evidencia empírica no quita que esos mismos animales sean capaces de actos de crueldad y violencia hacia los de su propia raza. Es difícil percibir la naturaleza sin nuestros propios prejuicios. Aunque sea enternecedor ver a un perro protegiendo a un gato, tan natural es esta imagen como la de un macho que mata a las crías ajenas para que la hembra vuelva a entrar en celo o la de un gato callejero que juguetea con un ratón antes de matarlo.
El fragmento con el que comenzaba este artículo viene atacar esa apreciación idealizadora según la cual los niños son seres bondadosos, que quieren a todo el mundo y ajenos a los prejuicios que ligan a los mayores. La necesidad de sentirse miembro de un pequeño grupo es indispensable para el desarrollo psicológico de cualquier menor; nuestro pequeño grupo queda valorizado frente a otros que son diferentes al nuestro y, por tanto, “peores”. La construcción de nuestro propio autoconcepto es inviable sin el “otro”, entendido como el diferente; máximamente en edades o individuos en los que las facultades racionales no están plenamente desarrolladas.
No es pernicioso la pertenencia a un “pequeño grupo” si se hace con conocimiento del carácter relativo de tal pertenencia y no deshumanizamos a aquellos que no forman parte de nuestra asociación. Efectivamente somos animales sociales, así que la pertenencia a un grupo es una necesidad natural para la mayoría de los seres humanos que perciben, lógicamente, a su grupo como “mejor” que el resto. Por ello, no es irracional “sentir los colores” de un club deportivo determinado, como tampoco lo es ufanarse de una victoria ante los vencidos o, incluso, zaherirlos con bromas ingeniosas. Sin embargo, casi todo el mundo advierte que negarle a alguien un trabajo por pertenecer a un club deportivo rival o agredir por este mismo motivo es un exceso. Si fuéramos capaces de considerar la violencia que se ejecuta contra los que pertenecen a diferente raza, pueblo, religión, etc. tan intolerable y necia como la que se ejecuta contra alguien que es aficionado a un club distinto al nuestro, la humanidad no se desangraría en luchas fratricidas y sería posible nuestro verdadero progreso.
Pero no nos dejemos seducir, complacientemente, por bellos ideales. Como muestra el texto de Gopnik, o la mera observación del animal humano, considerar nuestro grupo como mejor que el resto es parte constitutiva de nuestra naturaleza, como lo es la crueldad o la capacidad de usar la violencia. Es, por tanto, lógico que un campesino consideré mejor su vida que la del urbanita, mientras que el habitante de ciudad tomará su opción vital como la más provechosa; igualmente lógico será que el cristiano crea tener razón frente al ateo y este con respecto a aquel. El niño muy pequeño creerá que sus padres son los “mejores padres”: más listos, más fuertes, más buenos, etc. Por tanto, la capacidad de relativizar nuestra pertenencia a un grupo y, por extensión, de humanizar al diferente es algo adquirido con la educación, la interacción social y el desarrollo de las facultades racionales; no algo sobrevenido gracias a nuestra teórica “bondad natural”.
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