La identidad como yuxtaposición de máscaras
0Mientras que, por un lado, el ser humano, dado su carácter gregario, tiende a formar e identificarse con grupos de afinidad; por otro, sentimos que somos individuos cuya peculiaridad trasciende la mera pertenencia a un grupo.
Es ya un lugar común en filosofía la afirmación de que el yo nunca es solo “sí mismo”. El individuo, en sus protocolos de interacción social, adopta muchos roles: trabajador, hijo, amigo, etc. No conozco a nadie que se comporte igual independientemente del entorno social, somos diferentes ante nuestra madre, ante nuestros compañeros de trabajo o en una situación formal. Por ello se subraya que la palabra persona proviene del griego πρόσωπον que significa máscara; es este carácter multidimensional de nuestra personalidad lo que crea los típicos problemas identitarios que aquejan a todas las personas: ¿quién soy? ¿cuál es la verdadera máscara que muestra mi auténtico yo? En nuestra soledad estamos tentados a pensar que realmente somos quien nosotros pensamos que somos, sin embargo el contacto con la realidad nos revela, frecuentemente, la simpleza de tal perspectiva.
Los rasgos individuales que nos definen como únicos son sutiles y subyacen a un nivel profundo; tanto ciertas características naturales e innatas como la interacción con el entorno juegan un importante papel en nuestra autodefinición.
Precisamente, la necesidad del hombre de cubrirse y desnudarse de máscaras es lo que hace que la búsqueda de su propia identidad se le haga imperiosa y, en ocasiones, devenga en trágica. Para conciliar esta necesidad, ideologías, religiones, estados… han dictado una de esas máscaras como única, principal y verdadera. El fanático religioso es antes miembro de su religión que del género humano, por ello atenta cruelmente contra sus semejantes; el patriota o el dogmático ideológico, caen en el mismo exceso que el “hombre de dios” y renuncian a cualquier otro modo de ser ellos mismos que no sea el promulgado por su dogma o patria.
Frente a esta perspectiva jerárquica de la identidad, podemos pensar que, a nivel intersubjetivo, lo que realmente somos no se puede definir como ordenación rígida sino, más bien, como yuxtaposición laxa de identidades. No somos prioritariamente cristianos, andaluces, aficionados a la lectura o maridos, sino que nuestra identidad social surge de la relación dinámica y diacrónica de múltiples identidades parciales. Dinámica y diacrónica porque la posibilidad de crear y romper máscaras es lo propio de nuestro desarrollo como individuos y, aún cuando no fuera así, los mismos azares vitales nos empujan a abandonar o a adoptar identidades diferentes; por ejemplo: un niño, normalmente, dejará de serlo para convertirse en adulto, del mismo modo que el adulto se convertirá en anciano, abandonando los antiguos roles y adoptando nuevos.