I.4. Contradicciones de la autoridad fundada en la legalidad. Ejemplificación de estas contradicciones en la figura del docente
0 Como dije más arriba, las figuras de autoridad basan su legitimidad en la idoneidad, es decir, en que la obediencia a esas figuras es beneficiosa, de un modo u otro, para los que obedecen. Alguien puede considerar que una figura de poder no está legitimada porque, por ejemplo, es incompetente, corrupta o tiránica; esta consideración puede restar autoridad a esa figura, pero si no queda deslegitimada frente a los que asumen como idóneo su ejercicio de poder, seguirá siendo capaz de obtener obediencia sin coacción.
La legitimidad basada en la idoneidad es el modo fundamental de legitimidad, no obstante, existe una legitimidad derivada que es aquella que he denominado “legitimidad legal”. En ocasiones, obedecemos a una figura de autoridad que no conocemos, o conocemos superficialmente, porque detenta tal autoridad gracias a un sistema de normas que respetamos. Obedecemos al guardia de tráfico, no porque le respetemos a él personalmente, sino porque respetamos y consideramos idóneas las leyes que han servido para dotar de autoridad a ese particular. Lógicamente, también podremos obedecer al guardia por su capacidad de coacción (violencia física, multas, prisión…), pero ese es un asunto sobre el que ya he hablado y sobre el que me volveré a detener más tarde.
La autoridad de ciertas figuras dimana, por tanto, no del respeto a ellas mismas como individuos, sino del respeto al sistema de leyes. La necesidad de un cuerpo de leyes que estructure la vida social es algo que todo el mundo comprende y que solo desde un necio utopismo antropológico o un darwinismo social extremo, se puede negar (ejemplo de este darwinismo social podría ser el capitalismo sin ley que parece imperar en muchos países que se autoproclaman avanzados). Por esta razón, desde una perspectiva simbólica, las religiones de todo el mundo han instituido el tabú, es decir, lo prohibido, como una categoría sobre la que orbita buena parte de la vida psíquica de los creyentes. Ontogenéticamente, el niño se ve sometido a múltiples prohibiciones por parte de sus padres y pronto construye en su mente las categorías de lo “bueno” y lo “malo”, entendidas normativamente (la importancia de la punición en la construcción de estas categorías y las consecuencias de esa importancia en la vida psíquica y social es un tema sobre el que invito a reflexionar al lector).
En definitiva, desde múltiples medios nos formamos la idea de que obedecer a unas normas es idóneo para nosotros como individuos y sociedad. Sin embargo, mientras que la autoridad de otra persona cercana se funda en el contacto directo, continuo y en la corroboración inmediata de la idoneidad de las órdenes expresadas por esa autoridad, es decir en el aquí y el ahora concreto; la legitimidad del cuerpo de leyes se funda en una idoneidad mediata, y por tanto está sometida a una continua controversia social. Aún así, el reconocimiento de la autoridad legal es la condición de posibilidad de una amplitud de miras que ha permitido la formación de agrupaciones humanas extensas y que, tarde o temprano, alumbrará un orden tan global que abarcará a todos los habitantes del planeta, si así lo quiere el destino.
Pero me veo en la obligación de recordar que la legitimidad de la ley es de carácter mediato. Es decir, se manifiesta a través de personas concretas. Esto plantea un problema, ya que en ocasiones, podemos tener fe en el cuerpo de leyes pero no en las personas que, gracias a él, gozan de poder. Yo, por ejemplo, considero legítimo el orden legal que me obliga a dar parte de mis ingresos para mantener las infraestructuras sociales y los sistemas de asistencia, sin embargo, no me merecen respeto aquellos que manejan ese dinero. Esto no es algo baladí, ya que la deslegitimación de los que obtienen su autoridad de la ley y no de la idoneidad reconocida directamente, infecta de escepticismo al pueblo sobre la validez y la necesidad de normas de convivencia colectivas y nos empuja a un autodestructivo “sálvese quien pueda”. De esta manera es natural, hasta cierto punto, que muchos cuando observan el despilfarro y la corrupción de nuestra clase política consideren correcto defraudar al fisco. Y, quiero subrayarlo, eso es peligroso, ya que la falta de fe en un cuerpo de normas colectivo, lleva aparejada la destrucción de los vínculos sociales de fraternidad, vínculos sin los cuales nuestro futuro social está en evidente peligro.
Otro ejemplo, serían los altercados que durante 2011 tuvieron lugar en España. Todo el mundo pudo ver como ciertos elementos de los cuerpos de “seguridad” del estado golpeaban con total impunidad a manifestantes inermes en el suelo y a periodistas. Esos hechos no son alarmantes solo por la conculcación de derechos humanos fundamentales, sino porque la ciudadanía observa que aquellos que se ocupan de defender la ley, la violan con total impunidad. Se preguntarán vuestros hijos ¿qué respeto le debo al policía? ¿solo el del pez chico al grande? ¿cómo puede la sociedad obligarme a cumplir normas de convivencia si los que están llamados a defendernos nos agreden y ultrajan sin rendir cuentas a nadie, e incluso siendo condecorados? Es grave que alguien sufra violencia sin merecerlo, pero más grave aún es que la ciudadanía pierda la fe en la ley. Puede perderla en sus gobernantes, pero, creo que es importante repetirlo, no debe perderla en la necesidad de normas comunes de convivencia y, sobre todo, no debe perder la fe en que esas normas sean justas, racionales y, en definitiva, legítimas.
El profesor, como figura de autoridad “legal”, es, en cierto modo, encarnación de ese respeto a la ley. El niño obedece al docente, no porque al empezar el curso lo conozca, sino porque el estado lo ha dotado de autoridad por la ley. Esa persona posee unos conocimientos objetivables en unos títulos refrendados por la legislación. Pero esa autoridad legal ¿es una autoridad idónea? Idealmente sí, porque eso es lo que pretende el estado: garantizar un sistema de selección de personas idóneas para una función. Estúpidos y necios serían los que nos gobiernan si no se asegurasen que las personas que van a ser dotadas de autoridad por la ley, son las idóneas para esa función. Debilitaría la estructura humana de los servicios asistenciales y de seguridad (enseñanza, sanidad, policías…) pero además, socavarían su propia legitimidad como autoridades legales, cuando la ciudadanía observase que los representantes inmediatos de la autoridad del estado, carecen de los méritos y capacidades para desempeñar tales funciones. Es importante, en conclusión, establecer un sistema de selección justo y que garantice la idoneidad de los seleccionados. Pero el concepto de “idoneidad” es sutil y escapa a la comprensión de los burócratas.
Así las cosas, la situación del docente es compleja como figura de autoridad. Por un lado, posee la autoridad legal que le otorga el estado, por otro, puede darse el caso de que carezca de la autoridad basada en la idoneidad, máximamente en sociedades como la actual sometida a un vertiginoso cambio tecnológico y de valores. Además es víctima y verdugo de unas normas educativas externas a él mismo, lo que pone más en evidencia la contradicción en la que vive. En algunos casos el docente se ve obligado a superar esas contradicciones implementando la coacción como sistema para obtener obediencia.