Divide y vencerás, una máxima incompleta
2La expresión «divide y vencerás» se le atribuye al dictador romano Julio César, aunque realmente tal autoría ha sido muy discutida, más parece una expresión hecha o un dicho, que una frase que se pueda atribuir a un personaje en concreto.
Antes de Julio César, e incluso mucho antes, cuando el hombre vivía en estado natural, la verdad que expresa esta frase estaba en la mente y el corazón de muchos. Si el cazador prehistórico quería capturar una gran presa o luchar contra otro grupo humano, debía ver como evidente que solo podía lograr el éxito, o lograrlo más fácilmente, descohesionando las agrupaciones contra las que se enfrentaba.
Cuando surgió el estado, entendido como una relación de dominio de los menos sobre los más, esta táctica se volvió esencial para mantener el sometimiento y la cohesión de los sometidos. Cuando esta estrategia la emplearon los poderosos contra la misma sociedad de la que formaban parte, se volvió más compleja y sutil. Si un estado luchaba contra estados vecinos, dividir a los adversarios era una tarea que no podía ser más que provechosa. La desunión de los enemigos externos solo puede suponer beneficios para el estado conquistador. Sin embargo, el objetivo de los tiranos ha sido siempre desunir al propio pueblo para someterlo a expolio; esta estrategia entraña graves riesgos, el más evidente de los cuales es la fragilidad de tal grupo humano frente a las amenazas externas. Para mantenerse en el poder el opresor debe fomentar la disensión ciudadana, pero esta fractura social debilita a la misma sociedad oprimida.
Por eso, las sociedades libres, es decir, aquellas en donde la soberanía reside en la propia ciudadanía, han prosperado incluso a pesar de las naturales alianzas que establecen los tiranos en contra de ellas; y solo cuando la corrupción civil, que se deriva del afán de conquistas o del olvido de la esclavitud pasada, se ha adueñado de ellas, han sido sometidas por potencias extranjeras o por demagogos salidos del propio pueblo.
Pues, aunque el interés de un tirano siempre será mantener a su pueblo dividido, es más que dudoso que eso fomente el progreso del conjunto de la sociedad. La tiranía, por tanto, debilita el cuerpo social y si el tirano carece de inteligencia política sucumbirá ante las amenazas externas o los conflictos facciosos que surgirán necesariamente dentro del estado, debido a la corrupción esencial en la que se funda tal tipo de organización social.
Pero no siempre los opresores carecen de esta inteligencia y, por tanto, intentan implementar en su pueblo una cohesión ficticia que los haga dóciles y fáciles de domeñar pero que, al mismo tiempo, permita mantener la unidad social . De este modo, aunque el pueblo permanece desunido y roto cree pertenecer a una comunidad. Llamo, por tanto, cohesión ficticia a aquella que no se funda en la defensa real y activa de los intereses de todos los miembros de la sociedad. A lo largo de la historia del hombre, los tiranos han hecho uso de las amenazas externas o de las competiciones deportivas para fomentar la cohesión del pueblo sin que esta cohesión no solo no ponga en riesgo su poder sino que lo fortalezca.
Que es sencillo cohesionar al pueblo ante una amenaza externa, real o fingida, se entiende de suyo. El conjunto social, que se haya descohesionado en lo esencial, se une ante algo que amenaza su propia supervivencia como entidad. En los Estados Unidos de América, una élite económica mantiene bajo el yugo de la opresión a su pueblo desde hace, cuanto menos, un siglo, gracias a este recurso de inventar o fomentar una amenaza externa. Primero la amenaza era México o España, después los alemanes, más tarde los comunistas y, desde la caída del comunismo, los musulmanes. ¿Eran amenazas reales? ¿A quién ha beneficiado tales amenazas? Un mínimo conocimiento sobre la última guerra en Irak nos dará la respuesta: estos enfrentamientos aparentes han redundado siempre en beneficio de los más poderosos y en pérdida de derechos o de poder adquisitivo para la mayoría. Los ciudadanos de Estados Unidos se unen contra una amenaza externa y aquellos que critican la política imperialista de su nación, que fomenta e inventa estas amenazas, es desterrado del discurso mayoritario por “antipatriota”. Quizás llegue el día en el que el pueblo estadounidense reconozca, con humildad y generosidad, en estos “antipatriotas” a los verdaderos defensores de su nación y de los valores contenidos en su constitución.
En España y Europa la situación es similar pero la amenaza externa no es la guerra sino la crisis. Ante ella debemos olvidar nuestras diferencias, debemos unirnos para trabajar más por menos, soportar la pérdida de derechos y afrontar “tiempos difíciles”. Extendiendo el pavor entre el pueblo ante la fantasmagórica amenaza de los “mercados”, conseguimos que todo aquel que se rebele contra los recortes de sus derechos sea acusado de iluso, perroflauta o “poco solidario”. El capitalismo hace uso, como todas las tiranías, de la guerra para generar cohesión social ficticia, pero también de cíclicas crisis que ponen en peligro todo lo imaginable: prosperidad, seguridad laboral, acceso a materias primas, etc. Frente a este peligro creado, todos nos unimos y hacemos un esfuerzo más “para sacar el país adelante”. Cuando estas situaciones de crisis acaban, podemos respirar aliviados: los que antes de la crisis eran ricos, ahora lo son más y nosotros, lógicamente, más pobres y con menos derechos civiles.
Otra de las principales maneras de generar cohesión ficticia es el deporte. Entiendo este concepto de una manera amplia: el circo romano tenía la misma naturaleza, en esencia, de lo que hoy llamamos “deporte”. Era un espectáculo catártico para las masas, en donde cualquier infeliz, libre o esclavo, se sentía identificado con un equipo, un personaje, un color, etc. Gritar al unísono el nombre de nuestro gladiador o nuestro club tienen el mismo fin: el súbdito olvida su nulidad como sujeto y se siente parte de algo más grande que él mismo. Necesitamos el deporte, sobre todo en las tiranías, para satisfacer los sentimientos gregarios de las personas. Mientras que en una sociedad libre alguien se siente orgulloso del avance y el progreso de su sociedad, y de este modo se siente miembro integral de una comunidad humana que le trasciende; en las sociedades mal llamadas democráticas, el individuo sin soberanía y, por tanto, sin vida cívica, encuentra en la identificación banal con un club deportivo satisfacción a sus naturales impulsos gregarios. Lógicamente, esta cohesión es ficticia porque es pasiva, el sujeto es mero observador en el estadio, su grito y palabra no pretenden ser escuchados si no es fundida con el resto de los desconocidos que ven el evento. Distinta es la cohesión en las sociedades libres que se funda en la capacidad de decisión y deliberación activa de todos los integrantes. Fingir esa cohesión, mantenernos en esa “ilusión” es uno de los fines propagandísticos del deporte.
Es fácil ejemplificar esto con el grito que se hizo célebre el año en el que España ganó el mundial. Miles de jóvenes salieron a las calles al grito de “¡Yo soy español, español, español!”. Efectivamente, en eso se ha convertido ser “español”, en celebrar con otros “españoles” que un grupo de millonarios ha ganado una competición deportiva. Los “españoles” no se pueden sentir orgullosos de su tasa de paro, de su sistema educativo ni de su clase política, no se sienten orgullosos de nada que implique luchar contra la opresión y combatir la mentira; solo se sienten orgullosos, cuando sentados frente a su televisor, un equipo vestido con tal o cual color gana a otro con colores diferentes. Esta postración moral ha sido fomentada por los tiranos que nos expolian: nos indignamos cuando los franceses hacen bromas sobre nuestros deportistas pero no cuando se nos hurtan derechos básicos como la asistencia sanitaria.
¿Y?
¡Que disertación!, pero, alguna vez has considerado la disposición y capacidades de cada individuo, que tal parece ser que el estado natural del hombre como especie, es, precisamente aquello que bien disertas; aún así ¡felicidades!, en un plano ideal tenemos un sentir muy parecido.
No creo que el «estado natural» del ser humano sea el vivir bajo el yugo de la mentira y la irresponsabilidad. Todo lo contrario, cuanto más crecemos personalmente, tanto más nos sentimos responsables de nuestros actos y pensamientos ¿no será ese el decurso «natural» de la madurez tanto a nivel individual como colectivo? Creo que sí.
gracias por comentar