El cielo como sagrado: la evolución de los dioses uránicos
1Mircea Eliade comienza el capítulo dos de su libro Tratado de historia de las religiones, titulado “El Cielo: dioses uránicos, ritos y símbolos celestes”, mostrando que al hombre originario, e incluso a nosotros mismos, el cielo se le presenta directamente como algo trascendente. El hombre primitivo ante el cielo que se yergue enorme e inabarcable por encima de él se reconoce como finito, mediato, insignificante y esta consciencia hace de la mera contemplación de la bóveda celeste un acto sagrado. En palabras del propio autor rumano “el cielo revela su trascendencia con anterioridad a toda valoración religiosa” [Mircea Eliade; Tratado de historia de las religiones; Ediciones Cristiandad, traducción de A. Medinaveitia, primera reimpresión 2011, página 114].
Encontramos dioses del cielo en la mayoría de las culturas, desde los aborígenes del sudeste australiano que adoran a Baiame, dios supremo que tiene su morada en los cielos, hasta los monoteísmos actuales que creen en un dios “señor de los cielos”, rinden adoración a dioses celestes. El carácter radicalmente trascendente que manifiesta el cielo convierte a todo lo que provenga de él en sagrado: el meteorito, el trueno o la lluvia tienen en múltiples religiones un profundo valor sacro. La estatua budista de Vaisravana tallada en un meteorito o el rayo como emblema de Zeus en la religión griega, son solo dos ejemplos de un patrón que se repite en diversas religiones del mundo: el cielo y todo lo que proviene o permanece en él está impregnado de sacralidad.
Pero es precisamente esa lejanía del cielo, esa altura inalcanzable, la que hace que los dioses celestes vayan quedando relegados en los diferentes panteones. Los dioses del cielo se transforman pronto en dioses ociosos que crearon el mundo y después se retiraron de él. Así, por ejemplo, Uranos (que significa “cielo” en griego) fue sustituido por Zeus como dios supremo. La lejanía de lo celeste alejó a esos dioses de los hombres primitivos del mismo modo que el cristianismo en general y el catolicismo muy particularmente, desplazan en el culto y la representación la figura del Dios, señor de los cielos, para poner en su lugar otros entes sagrados como el Hijo de Dios, la Sagrada Virgen, etc.
Y es que, como reconoce Eliade, parece que el ser humano, sea cual sea su origen y condición, tiene una incesante “sed de lo concreto”. Al creyente ordinario no le satisface un dios escondido e incógnito, necesita una divinidad poderosa pero a la vez que sea cercana y atenta a sus ruegos. Por esto, los dioses celestes fueron, con el pasar de los siglos, metamorfoseándose en otras divinidades más próximas a sus adoradores. El Señor de los Cielos se sigue venerando marginalmente como ser creador pero el centro del ritual se orienta a otros dioses que son, en muchas ocasiones, metamorfosis del dios uránico. Una evolución típica del culto al cielo es la que lleva a los creyentes a situar en el centro de su panteón al hijo del Dios del Cielo, en la forma frecuente de Dios-Sol. El astro rey permanece en el cielo pero es más concreto que la inmensidad que se pierde por el horizonte y llamamos firmamento. El Sol calienta y abriga a los hombre, a la vez que nutre los cultivos; es, en definitiva, una faceta más accesible de su padre celeste.
En sociedades con una fuerte tendencia al matriarcado, el Dios de los Cielos queda relegado a consorte de la Diosa Madre; en otros panteones, especialmente es claro entre los indoeuropeos pero también evidente en Mesopotamia, el dios de los cielos abandona su faceta ociosa y se transforma en soberano. En unas narraciones mitológicas cada mes más diversas y confusas, sustentadas en innumerables sustratos, el dios soberano puso orden y una jerarquía clara entre los dioses. El dios celeste pasa a ser el primero entre iguales cuando no, sencillamente, el primero de los dioses al que todos los demás obedecen. Esta figura del dios de los cielo soberano, fue, lógicamente, promocionada en las sociedades estatales: el dios celeste era para los otros dioses lo que el jefe del estado era para el resto de hombres. Las religiones en las sociedades estatales o protoestatales no hacían más que extrapolar sus estructuras jerárquicas, de la política al ámbito de lo sagrado.
Finalmente, esos dioses celestes, absolutamente trascendentes y tan lejanos del hombre que en nada se preocupaban de las vicisitudes mundanas, también evolucionaron más allá de los límites de la religión y conservaron su sublime trascendencia cuando se convirtieron en conceptos metafísicos impersonales como el “Brahman” del hinduismo o el “Deus sive Natura” spinozista.
Fuente de la imagen:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e9/BaiameCaveBulga0003.jpg
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