El desierto de los tártaros de Dino Buzzati
0El oficial Giovanni Drogo recién salido de la academia militar es destinado a la inhóspita fortaleza Bastiani, alejada de la civilización y sólo rodeada de ásperas montañas; sin embargo domina la visión de un desierto sobre el que pesa la amenaza, siempre inminente, de los tártaros. Los extraños ritos, costumbres y sueños de unos hombres exiliados de la vida común encadenan al joven oficial poco a poco y la esperanza de una batalla que nunca llega va llenando la vida de Drogo junto con monotonías acumuladas durante años de vida marcial.
Al leer esta obra maestra me pregunté como ha sido posible ignorar esta novela durante tanto tiempo; existen obras maestras siempre a la espera de cualquier lector, que ha oído hablar de ellas y posterga su lectura de año en año pero encontrar joyas clásicas desconocidas como “El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati (1906-1972) es un placer que me recuerda a mis primeros años de lector en donde sin saber a lo que me enfrentaba descubría a Borges o a Márquez.
La obra de Buzzati tiene un ritmo lento pero es el ritmo preciso para la acción que narra: una vida desperdiciada, un joven que deja ir la vida, el tiempo de cada día como se deja ir el agua por el desagüe de la ducha, sin mostrar condescendencia ni cuidado. Frente a interpretaciones más profundas mi visión de la novela es la que he dicho: una narración de una vida perdida. La fortaleza con su mecánica precisa y sus sueños baldíos van atrapando a Drogo pero ¿acaso no hemos quedado atrapados nosotros también entre esperanzas muertas y seguridades paralizantes? El trabajo de toda la vida, la mujer que amaremos hasta la muerte, la ideología de la que ya no dudamos… ¿no forman aquí y ahora las fortalezas Bastianis en que nos hemos atrapado nosotros mismos?
Al iniciar la novela uno ya sabe que Drogo será seducido por el canto de sirena del fuerte, es obvio, y esa obviedad no puede dejar de producir angustia en el lector que quería avisar al oficial, que quería decirle que queda mucha vida por vivir y que merece la pena vivirla lejos de la seguridad que domará nuestra alma… pero ¿es a Drogo a quien queremos advertir o es a nosotros mismos?
Fuertemente influenciado por Kafka Buzzati narra también la degradación de las relaciones humanas cuando el orden riguroso, la jerarquía y la frialdad sustituyen las relaciones espontáneas de los hombres entre sí. La rígida vida en la fortaleza convierte a los hombres en engranajes ordenados de un todo cuyo fin se nos escapa, la racionalidad que impera en la fortaleza al carecer de un fin definido se torna irracionalidad… quizás sea también una correcta metáfora de la degeneración de las relaciones humanas en la sociedad tecnológica burocratizada. Pego aquí un fragmento de la obra que muestra con la parquedad de palabras propia del autor esta subordinación deshumanizante de lo humano a lo normativo.
Un centinela montaba guardia precisamente sobre la puerta de entrada. En la penumbra vio dos figuras negras que se adelantaban por la grava. Estarían a unos doscientos metros. No hizo mucho caso, pensó que sufría una alucinación; muchas veces, en los lugares desiertos, tras estar mucho tiempo a la espera, se acaba descubriendo, incluso en pleno día, perfiles humanos que se deslizan entre las matas y las rocas, se tiene la impresión de que alguien nos está espiando, y después se va a ver que no hay nadie. El centinela, para distraerse, miró a su alrededor, hizo, un ademán de saludo a un compañero, de centinela a unos treinta metros más a la derecha, se ajustó el pesado gorro que le apretaba en la frente, después volvió los ojos a la izquierda y vio al sargento primero Tronk, inmóvil, que lo miraba severamente.
El centinela se recobró, miró ante sí, vio que las dos sombras no eran un sueño, ya se encontraban próximas, estarían apenas a unos sesenta metros: un soldado y un caballo, concretamente. Entonces embrazó el fusil, preparó el gatillo para disparar, se atiesó en el gesto repetido cientos de veces en la instrucción. Después gritó:
—¿Quién va? ¿Quién va?
Lazzari era soldado desde hacía poco tiempo, ni remotamente pensaba en que sin la contraseña no habría podido volver. A lo sumo temía un castigo por haberse alejado sin permiso; aunque, quién sabe, quizá el coronel le perdonase por obra del caballo recuperado: era un animal bellísimo, un caballo de general. Sólo faltaban unos cuarenta metros. Las herraduras del cuadrúpedo resonaban en las piedras, era casi noche cerrada, se oyó un lejano sonido de corneta.
—¿Quién va? ¿Quién va? —repitió el centinela. Una vez más, y después tendría que disparar. Un repentino malestar había asaltado a Lazzari ante la primera llamada del centinela. Le parecía muy raro, ahora que se encontraba personalmente metido, oírse interpelar de ese modo por un compañero, pero se tranquilizó con el segundo «¿quién va?», porque reconoció la voz de un amigo, precisamente de su misma compañía, a quien llamaban en
confianza el Moreno.
—¡Soy yo, Lazzari! —gritó—. ¡Manda al jefe del piquete que me abra! ¡He cogido el caballo! Y que no se den cuenta, ¡porque me meten un puro!
El centinela no se movió. Con el fusil embrazado, estaba inmóvil, tratando de retrasar lo más posible el tercer «¿quién va?» Quizá Lazzari se daría cuenta por sí solo del peligro, retrocedería, quizá podría sumarse al día siguiente a la guardia del Reducto Nuevo. Pero Tronk, a pocos metros, lo miraba severamente. Tronk no decía ni una palabra. Ora miraba al centinela, ora a Lazzari, por culpa del cual probablemente le castigarían. ¿Qué significaban sus miradas? El soldado y el caballo ya no distaban más de treinta metros; esperar aún habría sido imprudente. Cuanto más se acercaba Lazzari, más fácil sería acertarle.
—¿Quién va? ¿Quién va? —gritó por tercera vez el centinela.
Y en su voz subyacía como una advertencia privada y antirreglamentaria. Quería decir: «Retrocede mientras estás a tiempo. ¿Quieres que te maten?»
Y finalmente Lazzari comprendió, recordó como en un relámpago las duras leyes de la Fortaleza, se sintió perdido. Pero en lugar de huir, quién sabe por qué, soltó las riendas del caballo y se adelantó solo, invocando con voz aguda:
—¡Soy yo, Lazzari! ¿No me ves? ¡Moreno, eh, Moreno! ¡Soy yo! Pero ¿qué haces con el fusil? ¿Estás loco, Moreno?
Pero el centinela ya no era el Moreno, era simplemente un soldado de cara adusta que ahora alzaba lentamente el fusil, apuntando a su amigo. Había apoyado el arma en el hombro y con el rabillo del ojo echó un vistazo al sargento primero, invocando silenciosamente un gesto de que lo dejara. Pero Tronk seguía inmóvil y lo miraba severamente.
Lazzari, sin volverse, retrocedió unos pasos tropezando con las piedras.
—¡Soy yo, Lazzari! —gritaba—. ¿No ves que soy yo? ¡No dispares, Moreno!
Pero el centinela ya no era el Moreno, con quien todos sus camaradas bromeaban libremente, era sólo un centinela de la Fortaleza, con uniforme de paño azul oscuro con banderola de cuero, absolutamente idéntico a todos los demás de la noche, un centinela cualquiera que había apuntado y ahora apretaba el gatillo. Sentía en los oídos un estruendo y le pareció oír la voz ronca de Tronk: «¡Apunta bien!», aunque Tronk no había resollado.
El fusil lanzó un pequeño relámpago, una minúscula nubécula de humo, incluso el disparo no pareció gran cosa en el primer momento, pero después fue multiplicado por los ecos, rebotó de muralla en muralla, se quedó mucho tiempo en el aire, muriendo en un lejano murmullo como de trueno. Ahora que había cumplido con su deber, el centinela dejó el fusil en el suelo, se asomó por el parapeto, miró hacia abajo esperando no haber acertado. Y en la oscuridad le pareció, en efecto, que Lazzari no había caído.
No, Lazzari estaba aún de pie, y el caballo se le había acercado. Después, en el silencio dejado por el disparo, se oyó su voz, y con qué desesperado sonido:
—¡Oh, Moreno! ¡Me has matado!
Eso dijo Lazzari, y se dobló lentamente hacia adelante. Tronk, con rostro impenetrable, aún no se había movido, mientras una confusión bélica se propagaba por los meandros de la Fortaleza.”
Sé feliz