El nacionalismo como necesidad
0Basta conocer mínimamente nuestra historia pasada y reciente para concluir con lucidez que a día de hoy cualquier nacionalismo es un movimiento eminentemente regresivo. Pero esta verdad objetiva, como toda verdad dicha, peca de parcialidad, pues percibimos la estrechez de esta antítesis sin condenar la tesis a la que se opone, es decir, sin analizar el nacionalismo actual como contraposición necesaria para el progreso dialéctico de nuestra historia. Por esto aunque los intelectuales clamen contra la necedad intrínseca de las tesis nacionalistas, la realidad les da de bruces y más y más pueblos caen bajo el hechizo de demagogos oportunistas que, arropados por diferentes banderas, prometen por igual la liberación o la grandeza.
Pero ¿de dónde surge en el individuo el impulso de cobijar su insignificancia bajo la sombra de una nación? El hombre es un ser social, busca la coincidencia en un grupo humano que le arrope y le de una sensación de sentido colectivo. Dejando las excepcionalidades a un lado, todas las personas en tanto seres gregarios precisan de vínculos que les hagan sentir miembros de una comunidad; las coincidencias o rasgos identitarios que forjan estas comunidades siempre pecarán de parcialidad; se promoverán unas especificidades frente a otras para construir la identidad grupal que una vez dada se considerará objetiva y se verá reforzada por ritos, símbolos o modos de vida compartidos. Aquellos que aborrecen del nacionalismo siente igualmente este impulso gregario hacia la pertenencia grupal, los que niegan sentirse miembros de una nación la sustituyen por comunidades políticas, culturales, profesionales, de clase, religiosas, etc. Este impulso es positivo ya que es intrínseco a nuestra naturaleza y aglutinante, pero el deseo de pertenecer a una comunidad tiene también una contrapartida que nace de la negatividad: para fortalecer la pertenencia grupal no solo vale con lo dicho hasta ahora, es decir con afirmar unos rasgos identitarios que definan a una determinada comunidad, sino también se hace necesario contraponer exclusivamente a otros grupos diferentes que quedan enfrentados identitariamente a lo que se es. La comunidad no se articula solo en relación a lo que es y la define sino también frente a aquellos que no pertenecen a ella; los que no pertenecen al grupo que se afirma son una condición de posibilidad del propio grupo afirmado, son su límite necesario.
Esta contraposición entre el grupo y aquellos que no pertenecen a él es de una necesidad lógica: todo conjunto queda definido por los rasgos propios, a la vez que se diferencia de aquellos elementos que carecen de esos rasgos. Por tanto, en sí misma esa diferenciación no acarrea indefectiblemente la subvaloración del diferente pero es condición de posibilidad de ella. Pondré un ejemplo para explicarlo, si un individuo es miembro de una determinada secta religiosa, sabrá distinguir por qué y en qué se distingue de una secta divergente. Si abraza su fe es porque la considera verdadera, los otros tienen creencias que no lo son; he aquí el inicio de la subvaloración del diferente que pude tomar más o menos virulencia dependiendo de diversas circunstancias. La tolerancia y la paz social no son imposibles pero entre grupos diferentes siempre habrá una soterrada tensión pues cada credo religioso o ideológico se autopercibirá en posesión de una mayor verdad que el resto. No obstante, podría darse el caso que la pertenencia a una comunidad y la diferenciación con respecto a otros no implicase una subvaloración, aún cuando es una posición demasiado filosófica y poco habitual. Efectivamente, un individuo puede adoptar una fe firme en su credo y reconocer a aquellos que no lo profesan, pero haber interiorizado la convicción de que la verdad se manifiesta en la pluralidad de voces, así aún cuando vivenciase profundamente y con férrea convicción su fe podría percibir a las otras sectas como portadoras de verdades igualmente necesarias. Tal posición es tan minoritaria que podemos desdeñarla, la mayoría de comunidades religiosas, políticas o ideológicas unen su fe a la creencia de que su verdad o modo de vida es mejor que el de las otras comunidades; es decir, a una más o menos intensa subvaloración del diferente.
El nacionalismo no surge por que sí, no podemos simplemente achacar a los turbios financiadores que hoy lo fomentan su auge. Hay una inclinación gregaria connatural al ser humano con un poso irreductible de negatividad que lleva a que de una forma u otra este sentimiento regresivo aflore en tiempos de crisis. Desde la perspectiva meramente racional el nacionalismo es pueril, mero infantilismo egocéntrico proyectado a una comunidad. Observamos diferentes naciones con sus respectivos sentimientos nacionalistas: el orgullo de ser de tal o cual país, la reivindicación de unos rasgos identitarios que define a la nación frente a los otros, y algunas características más, son comunes en todos estos nacionalismos. Pero, ¿qué sentido tiene sentirse orgulloso de haber sido parido en una ubicación geográfica concreta? Si nuestra madre hubiera dado a luz algo más al norte o al sur, más al este o al oeste ¿no nos sentiríamos igualmente orgullosos de un mero azar del destino? Es saludable y enriquecedor conocer la historia de la comunidad humana a la que pertenecemos pero valorarla hasta considerarla preeminente frente a otras es convertir un azar biográfico en el fundamento de nuestra visión del mundo. Una base ciertamente débil y compartida por cualquier otro que haya nacido en cualquier territorio.
Pero esta crítica al nacionalismo se hace desde la razón y la realidad no es solo racional. El nacionalismo tiene impulso creador porque parte de una emoción primaria, de ahí nace su capacidad movilizadora. Esta emotividad de los que no pueden sentirse orgullosos de nada más que de su patria, es fácilmente canalizada por elocuentes oradores fomentando en su grey la mansa sensación de pertenecer a algo más grande que ellos mismos. En efecto, el nacionalismo no solo fortalece el sentimiento grupal sino también satisface la necesidad de sentido; hace que sus seguidores vivencien un sentido en una comunidad. Este sentimiento es probablemente el de mayor fuerza movilizadora en las masas, sobretodo si es incentivado por necesidades materiales adversas. La mayoría de los críticos del nacionalismos atacan la expresión política de esta ideología ignorando la fuente emocional de la que surge; tal crítica es insuficiente ya que por mucho que se combata esas expresiones concretas del sentimiento nacionalista o a sus líderes, las masas seguirán experimentando la necesidad de pertenecer a una comunidad de sentido.
El nacionalismo no es una moda pasajera, desde su revitalización a finales del siglo pasado no ha hecho más que acrecentar su poder. La antítesis que representa se opone a la tesis, igualmente parcial, de lo que se llamó globalización neoliberal. Lo característico de esta ideología que se opone a la esencia del nacionalismo es la pretensión de hacer confluir a los diferentes pueblos en el mercado económico mundial; pero el dinero no posee la fuerza emocional que sí tiene la identidad sentida, por tanto tal globalismo está condenado a fracasar, siempre será una planificación que no será sentida por las masas y ante la cual surgirán reacciones más o menos virulentas. Mientras que el nacionalismo fomenta la afirmación de la identidad nacional ya dada, el globalismo defiende la disolución de la identidad grupal en una identidad económica omniabarcante imposible de ser sentida. Del conflicto entre estas dos ideologías enfrentadas surgirá la síntesis necesaria para nuestro progreso, las acuciantes y profundas crisis que están por llegar propiciarán el siguiente movimiento dialéctico de nuestra historia. Por tanto cabe ver al nacionalismo como la antítesis necesaria frente a una tesis igualmente limitada, nuestro futuro no pasa por converger en la homogeneidad que representa el valor dinero, que es en esencia lo abstracto, sino que buscamos converger en la divergencia mediante la creación de nuevas comunidades de sentido y de identidades que no se agoten en la negatividad.