El nihilismo cósmico: H.P. Lovecraft
0“En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, solo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo.”
Friedrich Nietzsche; Sobre verdad y mentira en sentido extramoral; de la traducción de Luis Ml. Valdés para la editorial Tecnos
Durante el periodo de entreguerras del siglo pasado, Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) alumbró una obra literaria plagada de horrores de espacios exteriores, civilizaciones antediluvianas y monstruosas deidades que empequeñecían a la raza humana. Hoy por hoy Lovecraft es una figura insoslayable no solo de la literatura fantástica sino de la literatura en general. Este creador del género que él mismo denominó como “horror cósmico”, fue plenamente consciente de la originalidad de la propuesta y reivindicó no la literalidad de sus relatos pero sí la cosmovisión en la que se sustentaban.
Para el autor norteamericano el papel del hombre en el cosmos es más bien precario. Nuestras concepciones habituales del tiempo y el espacio son muy limitadas si las comparamos a otras especies inteligentes más evolucionadas; de hecho, la raza humana es solo un eslabón en la larga cadena de civilizaciones inteligentes que han existido y existirán en nuestro planeta. Fuera de la Tierra habitan seres extraterrestres, algunos de los cuales nos han visitado gracias a sus capacidades y tecnología superior. Estos seres no tienen una inclinación malévola hacia los humanos sino más bien una indiferencia moral mezclada, en ocasiones, con la curiosidad científica. A veces entran en conflictos con los humanos pero no es por crueldad gratuita u odio sino porque entorpecemos sus propósitos, del mismo modo que no eliminamos una plaga de cucarachas por inquina a los insectos sino por las molestias que nos ocasionan. Algunos grupos humanos fascinados e incapaces de comprender la tecnología o el poder superior de los que esos seres extraterrestres hacen gala, los consideran dioses y construyen cultos en torno a ellos. El sentimiento religioso de lo numinoso, teorizado por Rudolf Otto, se transforma en los relatos de Lovecraft en lo ominoso, es decir, una fe religiosa basada en el miedo y en las fascinación irracional ante lo radicalmente otro. No obstante, si estos entes extraterrestres responden a las plegarias es por interes en establecer intercambios beneficiosos con los humanos, no existe ni dios ni dioses, simplemente razas más evolucionadas y poderosas que otras.
El terror lovecratfiano se fundamenta en la absoluta irrelevancia de la especie humana y la parcialidad de su ciencia. Si bien es cierto que Darwin en el siglo XIX ya había dejado claro que el hombre es un animal más sujeto a las leyes evolutivas, Lovecraft va más lejos y extrapola las ideas de Darwin a escala cósmica de tal manera que el rol de la humanidad se vuelve aún más contingente. Muchas culturas y religiones han considerado al ser humano como una creación especial de los dioses cuando no descendiente o encarnación de una divinidad; Darwin vino a destruir esta posición pero al menos cabía pensar que eramos el animal más evolucionado intelectual y culturalmente. Lovecraft disipa esta última ilusión: la humanidad es una especie cualquiera en un cosmos infinito, perecerá y otras razas tomarán su lugar; la ciencia y civilización de la que tanto nos enorgullecemos son solo prejuicios, fruto de nuestras mismas limitaciones, otros seres han superado con creces nuestra comprensión. Desde esta perspectiva, el hombre no es el mimado por los dioses, no juega ningún papel central en el desarrollo de la vida y es impotente ante seres mucho más desarrollados que él. No es solo que la vida del individuo carezca de sentido, es que la historia de la Humanidad y su progreso no son más que caminos que conducen a la nada. Las creencias en un sentido personal o colectivo ya provengan de la religión, la filosofía o la ciencia, son bonitas quimeras con las que la Humanidad cubre la verdad de su propia inanidad. ¿A qué valor trascendente podemos aspirar si bien podríamos ser fruto de un experimento biológico realizado por razas pretéritas? El Dios bondadoso y cuidador de las religiones queda transformado en un científico de una extraña especie inteligente que crea al hombre por simple utilidad o capricho.
El pensamiento ilustrado había teorizado sobre el valor intrínseco del progreso humano, tal progreso permitiría la emancipación humana a través del perfeccionamiento material y moral. La ciencia fomentaba este mejoramiento material pero también ponía en duda ciertos dogmas regresivos de las religiones. Hegel y Marx fueron los más influyentes seguidores de esta doctrina progresista, la historia de la humanidad tiene un sentido propio con unas leyes racionales que la dirigen. El fin de la historia, ya sea la sociedad sin clases o el desenvolvimiento del Espíritu Absoluto, es un fin bueno, positivo, que lleva a su máxima expresión las potencialidades tanto del hombre como, incluso, de la Naturaleza. Irónicamente desde la misma ciencia se puso en evidencia la enorme edad de la Tierra y el poco espacio de tiempo que el hombre había ocupado el habitat terrestre, así como el tiempo se dilataba también lo hacía el espacio, el planeta que albergaba a la Humanidad y que era considerado inmenso y rico, no era más que una mota de polvo en un universo inmenso; el ya citado darwinismo apuntaló lo que estos descubrimientos sugerían: la insignificancia del ser humano dentro de un cosmos cuasi infinito.
Por otro lado, el vitalismo de Schopenhauer como reacción al progresismo ilustrado negó que la historia tuviera algún sentido, no hay aprendizaje ni salvación, somos meros títeres en las manos de un poder ciego, volitivo y apersonal, la Voluntad. Este antihistoricismo influyó en Nietzsche y a través de él en muchos movimientos reaccionarios posteriores. El nihilismo cósmico de Lovecraft es la encarnación literaria en donde confluyen las conclusiones científicas sobre la insignificancia humana y los movimientos vitalistas contrarios a la idea de progreso ilustrada.
Pero, ¿qué tiene de aterrador la perspectiva lovecraftiana? ¿qué hay de terrible en descubrir nuestra insignificancia? Desde luego para una persona que no experimente la trascendencia el nihilismo cósmico de Lovecraft no es aterrador en absoluto, ni siquiera inquietante, es un reflejo del verdadero papel del ser humano en el universo. Otra reacción tendrán aquellos que se creen elegidos por su Dios o la Historia ya que la propuesta de Lovecraft ataca los cimientos sobre los que se asientan no solo sus creencias sino también su vivencia más tranquilizadora: que la existencia tiene un sentido, que no se vive en vano.
Lo cierto es que desde que el mundo es mundo han existido pueblos elegidos, casi tanto como pueblos, tribus o aldeas han habido. Que una sociedad tribal se considerase descendiente de una deidad o héroe es la norma común según muestra la etnografía; en otras palabras, el orgullo de pertenencia a un grupo cultural dado es un elemento constante en la historia humana. El racismo es solo una evolución racionalizada de ese impulso tribal a creerse un grupo elegido frente al resto de personas. Hoy en día vemos con claridad la simpleza de una tribu perdida en la selva que se considera pretenciosamente superior a los otros grupos culturales; sin embargo, ¿esa perspectiva es verdaderamente diferente a la que sostiene que la Humanidad tiene un destino y lugar privilegiado en la historia del cosmos? Ese orgullo tribal ¿es sustancialmente distinto cuando se extrapola a la Humanidad entera?
Probablemente no, probablemente pensar que el desarrollo de la conciencia humana tiene un papel relevante en el universo y que por tanto nuestra historia tiene un sentido propio se base en el mismo orgullo que hace que una tribu insignificante se considere el paradigma de la Humanidad. Pero este hecho no solo muestra los frágiles sustentos en los que se asienta nuestra importancia en el cosmos si no también que es un impulso consustancial al ser humano buscar un sentido a su existencia e historia compartida.
Personalmente estoy totalmente de acuerdo con la crítica lovecraftiana al orgullo humano de concebirse como el centro del universo pero también creo que debemos estar atentos a esa necesidad de sentido propiamente humana. El mayor problema cuando se pregunta sobre el sentido de la Humanidad, del progreso o de la historia es que las respuesta suele ser esencialista cuando no remite a una trascendencia metafísica o histórica. Para explicarme mejor voy a retrotraerme a Aristóteles y su concepto de “fin” (telos). El fin de un ente es a lo que este ente tiende naturalmente; por ejemplo, una semilla de girasol tenderá a ser un girasol, crecer con el agua y el sol para reproducir la especie. Si a una semilla de este tipo no le da el sol o la regamos con ácido, no alcanzará sus fines. La consecución del fin no está implícita en su definición como pretenden algunos cuando hablan del sentido final de la Historia. El Estagirita comprendió que el fin del hombre era algo más complejo que el de la semilla: el hombre desarrolla su ser en la convergencia con otros hombres a través del diálogo, también, como ser racional, busca la justicia y el conocimiento. Digamos que llegar a estos fines sería la tendencia natural del hombre que no se ve frustrado por circunstancias externas que le aparten de ellos, cuando el hombre alcanza tales fines se siente feliz ya que ha desarrollado su propia naturaleza; la felicidad no es un fin en sí mismo sino que es fruto de la consecución de esos fines connaturales al ser humano. ¿De qué nos puede servir este análisis aristotélico en pleno siglo XXI cuando intentamos definir el sentido del género humano?
En primer lugar me gustaría aclarar que aunque los fines propiamente humanos que define Aristóteles me parecen acertados creo que están incompletos. El autor griego defiende que en tanto ser racional el hombre tiene como fines la justicia y el conocimiento; sin embargo, esta definición de la racionalidad se me antoja estrecha, el desarrollo de los afectos o de los sentimientos estéticos son fines específicamente humano no reducibles a los valores de la justicia o la verdad. El desarrollo de la compasión y la capacidad estética me parecen también fines naturales a los que tienden las personas conforme se desarrollan en plenitud. Por otro lado, lo inspirador de la propuesta aristotélica es que el fin del hombre no viene definido por la trascendencia sino por la propia definición de ser humano, el desarrollo de esas potencialidades no está determinado desde su definición sino que puede verse entorpecido por cualquier vicisitud; esta perspectiva se contrapone a la teoría hegeliana-marxista de que la historia tiende indefectiblemente al mejoramiento del género humano. Para Aristóteles hay en el individuo una tendencia natural pero no una ley inexorable hacia el mejoramiento.
El mayor problema para adaptar la teoría de los fines de Aristóteles al del sentido de la Historia es que en el mundo antiguo no existía el análisis historicista. El concepto del sentido de la Historia no surgiría en Occidente hasta la llegada del cristianismo, o quizás algo antes en algunos grupos greco-alenjandrinos con narrativas salvíficas. Si extrapolamos la teoría de los fines aristotélica a la Historia Universal encontramos que el fin de la comunidad humana es el aumento de la comprensión, el establecimiento social de la justicia, la búsqueda de la belleza y la vivencia de la compasión; desde el aristótelismo el avance hacia esos fines perfecciona a la Humanidad y extiende la felicidad natural entre las personas. Estemos de acuerdo o no con estos fines lo que es indudable es que son solo fines, tendencias, pero no justificaciones, no lo que entendemos habitualmente como “sentido”. Por que sentido es, en definitiva, aquello que se “siente” como fundante, no aquello que se calcula o determina a posteriori en un análisis. El sentido es lo que hace que alguien haga lo que hace con el convencimiento de que está cumpliendo una ley moral por encima de uno mismo.¿Dónde encontraremos ese sentido fundante?
El problema al responder esta pregunta es que se suele contestar desde una perspectiva esencialista; es decir, se pretende encontrar el sentido de la vida o de la Historia en una ley externa al propio sujeto o comunidad. Hasta ahora se ha pretendido desentrañar el sentido como quien resuelve un acertijo, se ha pretendido objetivar el sentido y por eso ha sido tan fácil de relativizar o negar. El sentido de la Historia no puede ser desentrañado sino que debe ser proyectado por las conciencias activas de la Humanidad, son conciencias que confluyen en la búsqueda las que crean el sentido en su voluntad de dar forma al futuro. A fin de cuentas, el sentido es lo que se siente, se vive con mayor intensidad, como el deseo de luz en la oscuridad.