El sentimiento oceánico
9En el primer capítulo de “El malestar de la cultura” Freud narra un intercambio epistolar que mantuvo con un afamado escritor de la época, que finalmente resultó ser Romain Rolland, sobre el origen de la religión. Aunque Rolland es muy crítico con las religiones establecidas acepta que su origen primordial se sustenta en una experiencia subjetiva denominada “sentimiento oceánico”. Freud confiesa ser incapaz de experimentar esta sensación aunque reconoce su existencia ya que el testimonio del literato no es el único que afirma la existencia de este tipo de emociones.
El sentimiento oceánico se manifiesta en el sujeto como la percepción de que las fronteras entre el yo y el mundo se diluyen por un instante. Esta disolución permite al individuo captar el mundo como totalidad orgánica, interdependiente y bella en sí misma. Los problemas personales se tornan nimios y durante unos momentos nuestro cuerpo se llena de un inusual placer beatífico.
¿De dónde provendría esta sensación? Para Rolland y para aquellos abiertos a la trascendencia, el “sentimiento oceánico” sería una ventana abierta a un mayor nivel de comprensión de la realidad. Es decir, estos estados de conciencia, ya surjan de manera espontánea o sean buscado, nos permiten intuir la imbricación profunda y con sentido de todos los elementos que constituyen la pluralidad de lo que percibimos. Este sentimiento sería, según Rolland, el origen de la religión.
Freud, desde una perspectiva atrascendentalista, no negará el sentimiento en sí sino la interpretación que de él hace Rolland. El psiquiatra hace un análisis de como se genera en nosotros el concepto de yo; el bebé durante la gestación no siente claramente los límites físico que existen entre el líquido amniótico y su propio cuerpo. En este primer estadio, es un uno indiferenciado con la madre gestante pero el parto no cambia sustantivamente este sentimiento de indeferenciación; el niño solo aprende que es algo distinto al mundo que le rodea tras un largo proceso de desarrollo, en este proceso comprende que el placer y el dolor no proceden de uno mismo sino que es generado por entes distintos a él. De este modo, paulatinamente adquiere la capacidad yoica, i.e., llega a distinguirse del mundo circundante y, por lo tanto, a ser autoconsciente. En este punto Freud concluye que tal sentimiento no puede ser el origen de la religión ya que la fuerza creativa de la mente humana nace de la satisfacción de una necesidad, no de la regresión momentánea a un estadio psíquico anterior.
Leí “El malestar de la cultura” en mis años universitarios, la lectura reciente de la interesante obra de Michel Hulin “La mística salvaje” ha vuelto a traer a mi mente la cuestión del “sentimiento oceánico”. Siempre es difícil escribir sobre estos temas sin chocar contra la Escila del misticismo bobalicón, tan en boga en nuestro días, ni contra la Caribdis del racionalismo reductor, igualmente actual. Aún así se me ocurren algunas reflexiones sobre este fenómeno.
En primer lugar, al interrogarnos sobre la naturaleza de este fenómeno psíquico es inevitable cuestionar hasta que punto es tan único y excepcional como se tiende a considerar. Por un lado, de la mano de la interpretación freudiana del hecho, intuyo que el sentimiento oceánico es cotidiano en los primeros años de la infancia, cuando la adquisición del lenguaje es imperfecta y, por tanto, la categorización-instrumentalización de la realidad a través de él no se ha convertido, como en el adulto, en el modo preeminente, cuando no único, de estructurar nuestros flujos de pensamientos y emociones. La actitud de silenciosa contemplación podemos observarla con suma frecuencia en niños muy pequeños; no podemos descubrir con certeza que experimentan los sujetos en tales momentos ya que las propias limitaciones de su lenguaje lo impide; pero resulta más que factible que el niño, habiendo adquirido el sentimiento yoico recientemente pueda fácilmente desprenderse de él y experimentar la disolución entre el yo y el no-yo.
Por otro lado, es cuestión crucial para comprender este fenómeno psíquico analizar si no existen otros estados en donde el yo se diluya con lo otro o al menos se debilite esa frontera. Se ha observado que el trabajado esclavizado en una tarea repetitiva puede olvidarse del paso del tiempo y entrar en una especie de trance hipnótico. Es el mismo estado que se consigue con la repetición reiterada de un mantra o una serie de gestos reglados: el sujeto actúa mecánicamente llegando a anular su pensamiento individual. Lógicamente esto no es lo mismo que el sentimiento oceánico del que tratamos; la persona aquieta la conciencia de su yo pero no llega a percibirse como conectado con el todo. En cualquier caso, con este ejemplo y los siguientes quiero mostrar que el modo habitual como nuestra consciencia aprehende la relación entre el yo y el todo no es el único del que somos capaces. El mismo Freud admite que “en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto” (Malestar de la cultura, cap. I), por lo tanto, no creo que esa sensación de difuminación de las barreras entre nuestra mente y el mundo sea algo tan excepcional o esté reservado solo a unos espíritus selectos.
Otro ejemplo de lo que quiero mostrar lo encontramos en el climax de la contemplación estética; ya Schopenhauer analizó el placer en la contemplación artística, especialmente con la música, como un estado en donde el yo queda sustraído momentáneamente del flujo de lo real. Ni quiero ni sé ponerme lírico pero no creo estar hablando de una experiencia inhabitual si ejemplifico lo que quiero decir con esa sensación de insignificancia y, al mismo tiempo, de inmensa belleza que se experimenta en la soledad y el silencio de la noche cuando se contempla a las estrellas; por un momento la magnificencia de lo que contemplamos nos inunda y dejamos de ser consciente, en esa paz, de la diferenciación que nos separa del mundo.
Podría multiplicar los ejemplos pero creo que es un hecho constatado que experimentamos sensaciones que sin llegar a ser equivalente al “sentimiento oceánico” se le acercan o se asemeja a él. Esto me lleva a sospechar que nuestra perspectiva cotidiana de la relación yo-otro como polaridad es un modo de establecer esa relación pero no la única ni la más verdadera. Igualmente desacertado me resultan aquellos que partiendo de la objetividad del sentimiento oceánico afirman que es esa relación yo-otro como unidad, la verdadera frente a nuestro modo habitual dicotómico de experimentarla. Existen modos plurales de percibir los límites entre el yo y el mundo, pero creo que ninguno de estos modos nieguen el valor o posibilidad de los otros.
Por último me gustaría reflexionar sobre como las sustancias enteógenas pueden provocar este tipo de experiencias de disolución del yo. Michel Hulin en el libro citado dedica el segundo capítulo de la segunda parte “Paraísos e infiernos artificiales” a analizar esta posibilidad. El autor se muestra cauto sobre la posibilidad de que las drogas nos lleven a lo que hasta ahora se han considerado experiencias místicas pero asume que pueda llegar a ser así y advierte del peligro. ¿Pueden provocar las drogas esa sensación oceánica que hemos descrito? Sinceramente pienso que sí, el problema es que por lo general cuando el organismo se habitúa a la sustancia o la mente a la sensación, aquella pierde su poder y esta su intensidad. Pero aunque consiguiéramos una sustancia que no generase tolerancia y proporcionase experiencias de este tipo o aún más intensas ¿qué ganaríamos? Los indios Cuervos practican ayuno y automutilación para conseguir la aparición de un numen que los oriente; tras mucho penar suelen tener una visión reveladora a la que confieren valor y capacidad para guiar sus actos. ¿Qué pasaría si pudiésemos tomar un alucinógeno que abriese las puertas de nuestra percepción a una aparición de este tipo? A mi juicio nada significativo ya que el valor de tal visión o sensación se adquiere con el esfuerzo asociado a alcanzarla. Es decir, nunca será lo mismo alcanzar este estado tras meses y años de preparación que alcanzarlo ingiriendo una pastilla; por eso no creo que se pueda ejercer, de mano de la técnica, una violencia sobre lo sagrado como piensa Hulin. El verdadero peligro de usar drogas enteógenas descontextualizadas y sin ascesis lo corre exclusivamente el propio experimentador que puede quedar engañado por su propia prepotencia en alucinaciones meramente subjetivas y embrutecido espiritualmente.
» las interpretaciones inconscientes están el planeta desde hace muchísimo màs tiempo que las conscientes(3.700.000 miles de años (ancestrales) versus 50 miles de años (culturales)»,(Pàg.207-Marcelino Cereijido-(???)Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad-Ensayo-Tusquets, México, 2016)). Asi-es-que la cultura efectando al cerebro humano, hasta alcanzar ese «estado de sentimiento oceànico» queda en el camino de desarrollo o procesamiento de magnanimidades. Lo «oceánico» ya parece estar literalmente impreso en nuestra naturaleza. Cuánticamente ya somos «uno» en constante vibración multiversal. Cereijido habla del «tremendo poder de las circunstancias en la vida humana en trànsito existencial».Gracias Chorrillos Perù.06082017-0143.
Esta absorción de la mente en su propio origen es como el recogimiento de todas las potencias mentales en un solo punto, y produce aquello que Romain Rolland denominó » el sentimiento oceánico» : La simple y directa sensación de eternidad, de unión con el universo de una calma inmensurable, sin límites, como si el «yo» se hubiera expandido hasta abarcarlo todooooooooooo….como un gran océano tranquilo, sin olas, inmenso.
Gracias por esta interesantísima entrada. Tuve la dicha de experimentar un sentimiento oceánico a los diecinueve años, viendo el sol brumoso en el horizonte una mañana de octubre. Dos palabras definen aquella experiencia: verdad y belleza.
El Tao que puede ser nombrado no es el verdadero Tao.
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