El terror cósmico: miedo a la muerte e impulso creador
0En un momento determinado del desarrollo de todo ser humano surge súbitamente el yo. Desde ese instante el niño que había vivido en el flujo constante de sensaciones e impulsos comienza a percatarse de que es un uno diferenciado del mundo. A la vez que emerge nuestro yo se manifiesta un anhelo de desplegar las potencialidades de lo que somos. La diferenciación entre el yo y el mundo nos empuja a considerar el universo como campo de acción para nuestro desenvolvimiento. La actividad humana no es meramente una lucha por la supervivencia biológica; el arte aparece tempranamente en nuestra historia poniendo en evidencia que el anhelo creativo es inherente a nuestra especie.
La voluntad de la conciencia se expande en el tiempo que queda percibido como destino. El tiempo es lo irremediable, aquello que deviene y en lo que nuestra conciencia individual está sumergido. Tras interiorizar la diferenciación entre el yo y el mundo, el sujeto intenta expresarse en el cosmos, cuando logra dotar de sentido a ese anhelo creativo construye o descubre su destino. Sin embargo, ese anhelo creativo pronto es consciente de su propia limitación; el tiempo es el flujo en donde vivimos pero también lo que acarreará inexorablemente tanto la muerte del propio individuo como la de sus creaciones. Lo ya creado muere en el tiempo incluso antes de la muerte del creador; así todo logro lo vivimos ambivalentemente: como triunfo del anhelo cósmico, pero igualmente como muerte, petrificación en el tiempo de tal anhelo. Surge, por tanto, junto con el anhelo expresivo lo que Spengler denominó “terror cósmico”, la emoción primaria más creativa que poseemos.
Aunque el terror cósmico nace del anhelo y no al revés, aquel es una fuerza más poderosa que este. Con el deseo expansivo iniciamos la acción pero su mantenimiento y sentido en el tiempo solo se interioriza cuando se convierte en un modo de exorcizar a la muerte. Los guerreros de los tiempos heroicos no temen la muerte física porque buscan la inmortalidad en la fama; el artista se entrega a la obra por la que será recordado… La voluntad de sustraerse a la muerte está tanto en los grandes monumentos como en las obras verdaderamente grandes de la inteligencia y la sensibilidad humana como la ciencia o la música.
El lenguaje es en buena medida conjuro contra la muerte: cosifica el flujo de la existencia en palabras y así la realidad queda de alguna medida domeñada. La letra mata, el espíritu vivifica, no obstante, el orden de las palabras pretende precisamente construir una red que atrape el tiempo. Mi yo no es el mismo ahora que hace un mes, sin embargo me siguen llamando por el mismo nombre. Un ave es y está en su individualidad específica y en el ahora concreto pero si le damos un nombre ya el nombre no está en el tiempo; queda fuera de él aún cuando el ave continúe sujeta a las mutaciones. El mago que pretende saber los nombres de las fuerzas numínicas para controlarlas no se diferencia del científico que conociendo las leyes del mundo pretende reducirlo a una cadena de causas. Explicar el mundo es diseccionarlo, matarlo para la vida es la condición previa si queremos comprenderlo. Este afán de comprensión nos permite imaginarnos en un cosmos ordenado, con sentido y causal pero el mundo de la vida no es un mundo de causas o si lo es lo será solo secundariamente. Podemos imaginar la serie causal que nos ha traído hasta aquí pero siempre será una explicación ad hoc, artificiosa y artificial, el porqué de nuestro ser no tiene explicación, la certeza de nuestra muerte solo puede aquietarse pero no anularse. Por ello el terror cósmico es el verdadero creador de todo lo grande; pretende lo imposible y por tanto es inagotable, el genio creador busca comprender o crear para alcanzar con el intelecto una inmortalidad inasible. Como el asno que persigue una zanahoria colgada sobre una caña atada a su lomo todos seguimos adelante sumergidos en este engaño.