En donde Cayo Cotta expone las peripecias, felicidad y humor de algunos impíos
0Dionisio -sobre quien antes hablé- tras saquear el templete de Prosérpina en Locros, navegaba hacia Siracusa, y, como mantenía su travesía con viento sumamente favorable, dijo riendo. “¿Veis, amigos, qué buena navegación deparan los dioses inmortales a los sacrílegos?”. Pues bien, como hombre agudo que era, tras constatarlo perfectamente, perseveraba en la misma opinión. Cuando, tras atacar la flota junto al Peloponeso, llegó al templete de Júpiter Olímpico, le arrebató a este un manto de oro de gran peso, con el que había adornado a Júpiter el tirano Gelón, gracias al botín de los cartagineses. Pues bien, en este caso llegó a mofarse diciendo que un manto de oro era pesado en verano y frío en invierno, y le echó por encima un palio de lana, porque, según decía, éste servía para cualquier época del año. Y también ordenó sustraer la barba de oro de Esculapio de Epidauro, porque no era lógico que el hijo fuese barbado, cuando su padre estaba imberbe en todos los templetes.
Además, ordenó sustraer las mesas de plata de todos los santuarios, en las cuales -de acuerdo con la costumbre de la antigua Grecia- estaba inscrito lo siguiente: “De los dioses buenos”; decía que él quería servirse de la bondad de tales dioses. Es el mismo que alzaba sin vacilar las áureas estatuillas de Victoria, las páteras y las coronas, objetos que sostenían las manos extendidas de las imágenes, y decía que él no sustraía, sino que “tomaba” esas cosas, porque era una necedad no querer aceptar bienes, de aquellos a quienes se los pedíamos, una vez que ellos nos los extendían y daban. Y cuentan que fue este mismo quien hizo transportar hasta el foro esas cosas que -según he dicho- fueron robadas de los templetes, que las subastó mediante un pregonero, y que, tras obtener el dinero, ordenó que, antes de una fecha determinada, cada uno devolviera aquello que tuviera, procedente de los lugares sagrados, a su respectivo templete: así es como añadió a su impiedad hacia los dioses una afrenta hacia los hombres.
Pues bien, a éste ni lo fulminó Júpiter Olímpico con su rayo, ni Esculapio lo hizo perecer, debilitándose a consecuencia de una desdichada y prolongada enfermedad, sino que, habiendo muerto en su lecho, fue conducido hasta su pira, y el poder que él personalmente había obtenido mediante sus crímenes se lo transmitió a su hijo por herencia, como si fuera un poder justo y legítimo.
Cicerón; Sobre la naturaleza de los dioses; III 83-84 en la traducción de Ángel Escobar.
[…] Mas, cuando Diágoras -aquel al que se llama «el Ateo»- llegó a Samotracia y un amigo le dijo: «Tú, que piensas que los dioses no se cuidan de las cosas humanas, ¿no adviertes, pese a la existencia de tantas pinturas (1), cuantísimas personas han rehuido la fuerza de la tempestad gracias a sus votos, llegando a puerto sanas y salvas?», él respondió: «Eso ocurre porque no se pintó en ninguna parte a los que naufragaron y perecieron en el mar». Y este mismo, cuando los tripulantes con los que navegaba le decían -intimidados y aterrados a causa de la tempestad que tenían enfrente- que aquello les estaba pasando -y justamente, además- por haberle acogido a él en la misma nave, les mostró otras muchas naces que estaban sufriendo durante esa misma travesía, y les preguntó si creían que también en ellas se transportaba a Diágoras.
(1) En algunos pueblos mediterráneos era común que los navegantes encargaran una pintura si consideraban que habían sido salvados de naufragar gracias a la divinidad.
Cicerón; Sobre la naturaleza de los dioses; III 89 en la traducción de Ángel Escobar.
Artículo interno: Cicerón como filósofo. Fragmentos de Sobre la naturaleza de los dioses.