I.1 En donde se analiza el concepto de autoridad
0 Hasta ahora, las sociedades humanas para mantenerse han necesitado que la mayoría de los individuos que la componen adopten conductas obedientes a unas normas y cosmovisiones comunes. Esta obediencia se puede obtener de dos maneras, a través de la coacción o de la legitimidad. En ocasiones ambos modos se confunden. Un tirano puede hacerse obedecer por el terror, pero esa obediencia no implica que los súbditos del dictador asuman sus órdenes como legítimas; de hecho, si pueden las desobedecerán. Por tanto, no debemos creer que la obediencia por sí misma legitima al poder que se obedece.
La coacción como método para obtener la obediencia de los individuos díscolos del grupo es usual en la naturaleza y cualquier manada de mamíferos gregarios da muestra de ello. No obstante en las sociedades humanas ha surgido la legitimidad como otro sistema para obtener obediencia. Una persona es figura de autoridad cuando al menos otro individuo considera que aquel tiene la capacidad legítima para dirigir o influenciar las opiniones, los estados y las acciones de otros hombres. El grado de autoridad de un individuo o grupo de individuos está condicionado por el número y la valía de los que consideran legítima su autoridad. Podemos pensar que alguien que conocemos es un estupendo líder, pero si esa opinión es meramente particular ese individuo no será más que una autoridad privada, no una autoridad social. La sociedad admite que la autoridad maternal tiene prioritaria, si no exclusivamente, valor sobre su vástago, y, por tanto, que no es extensible a otros miembros de la sociedad que no la consideren legitimada para obtener obediencia de ellos; es evidente, por tanto, la relación entre reconocimiento social y autoridad.
Un médico es una autoridad ya que reconocemos su capacidad de variar opiniones, estados y acciones de los individuos sobre asuntos de su especialidad. Si voy al médico, al que reconozco a priori autoridad sobre su materia, él me dará directrices para variar mi comportamiento y yo le obedeceré aún cuando él carezca de capacidad de coaccionarme para que le obedezca. Sencillamente, asumo su autoridad como legítima.
Que el grado de autoridad está condicionado por el número y valía de los que consideran a tal autoridad legítima lo mostraré con otro ejemplo. Un pintor puede ser considerado autoridad por un grupo más o menos grande, cuanto mayor sea el número de su público, mayor será su autoridad sobre el campo en cuestión. Es lo que vulgarmente se conoce como “la fama”. Pero, el número no es el único elemento decisivo, también la valía de los que consideran una autoridad como legítima es importante para evaluar el grado de autoridad de una persona. Por ejemplo, la autoridad científica se sopesa no solo en relación al número bruto de individuos concretos que la consideran válida, sino que también es importante saber quiénes son aquellos que asumen como legítima tal autoridad: ¿gente sin formación científica, jóvenes universitarios, políticos, académicos de su especialidad…?
La legitimidad de la autoridad se obtiene por idoneidad, es decir, una autoridad se legitima cuando se juzga sin coacción que la obediencia a tal autoridad es beneficiosa para el individuo que hace el juicio o para la colectividad de la que el individuo se siente miembro. Cuando un grupo humano juzga a alguien como autoridad idónea, entiende que ese individuo posee, además de aptitudes o conocimientos, una buena voluntad hacia el grupo que lo legitima para ser obedecido. Son dos elementos los necesarios para que creamos en la autoridad de alguien por idoneidad: alguna virtud o habilidad específica en un campo determinado y una virtud moral que guía sus acciones hacia el bien de los que le obedecen. La autoridad del maestro, del arquitecto o del mecánico se basan, al menos idealmente, en el reconocimiento por parte de los otros de su virtud específica, de su capacidad para desempeñar bien una determinada función. No obstante, la mera habilidad concreta no es suficiente, toda vez que no reconocemos la autoridad de un experto que en el desempeño de su virtud específica no actúe bajo el principio de beneficencia. En todo caso, es necesario apuntar que en ocasiones seguimos a una autoridad que carece, a nuestros ojos, de virtud moral; en esas situaciones el individuo sigue a la autoridad porque cree que, a pesar de su inmmoralidad, actuará benéficamente por razones de interés propio o miedo, por ejemplo.
Está demostrado que este tipo de autoridad existe ya en las tribus de cazadores-recolectores que viven en condiciones parecidas a las del paleolítico. Algunos grupos de cazadores elijen al jefe de caza teniendo en cuenta sus éxitos pasados y su capacidad objetiva para desempeñar la función de cazador y guía; este jefe cazador en la mayoría de los casos, junto a hombres armados, solo cuenta para hacerse obedecer con el respeto de los otros miembros del grupo a su virtud específica y a su virtud moral. Es evidente que esta forma para obtener obediencia es natural en sí misma, ya que si la naturaleza no hubiese dotado a los seres vivos con la capacidad de distinguir entre lo beneficioso y perjudicial, los hubiera condenado a la extinción. Por lo tanto, no sería extraño que en los primates superiores e incluso en otros mamíferos encontrásemos, aunque fuera de manera incipiente, esta capacidad social para evaluar la idoneidad de un individuo como líder de caza.
Es curioso observar como los niños pequeños en sus juegos y a edades muy tempranas reconocen la legitimidad por idoneidad. Si vemos a los infantes jugar a un deporte, observaremos como conforme el grupo se va cohesionando por la interrelación mutua, surgen, de manera espontánea, figuras de autoridad que no cimientan la obediencia de los otros en la coacción, sino sencillamente en habilidades deportivas, capacidades para mediar entre individuos, virtudes morales, etc. El niño a muy temprana edad ya es capaz de reconocer la legitimidad de otro menor juzgando, supongo que de manera inconsciente, su idoneidad como líder al que obedecer. No es extraño. ¿Acaso la autoridad parental para la mayoría de los niños no se basa en buena medida en el reconocimiento de que sus padres son buenos y sabios?
El principal problema que nos plantea esta interpretación de la autoridad es que la legitimidad se basa en la creencia de los que obedecen en la virtud del líder y no en la virtud del líder en sí misma. O en otras palabras, puede pasarnos que consideremos a alguien como idóneo para desempeñar un cargo público por sus capacidades, habilidades y buena voluntad; someternos a su autoridad; y que, sin embargo, esta persona carezca de esas habilidades, capacidades o bondad.
En las pequeñas tribus es difícil que un líder se haga pasar por idóneo y no lo sea, el contacto directo con los miembros del grupo evita que el jefe se haga obedecer por el engaño. Lo mismo ocurre entre los pequeños grupos que se forman dentro de nuestra sociedad que conviven en estrecho contacto. El ejemplo que se expuso antes de los líderes “deportivos” en los patios de las escuelas es otra muestra de lo que sostengo. Cómo compiten en un campo especializado dos líderes legitimados por idoneidad y con sus respectivo grupos de seguidores es una interesante cuestión que va más allá de las pretensiones de esta obra. Invito al lector a que medite sobre ello.
Si el grupo que reconoce la idoneidad de una autoridad es suficientemente amplio y cercano a esa autoridad, su juicio suele ser acertado. Pero amplitud y cercanía son aquí términos que se contraponen: cuanto más amplio sea el grupo de seguidores, menos cercanos al día a día del líder podrán ser; luego en las sociedades masificadas y, en mayor medida, en las sociedades estatales, la virtud en sí misma del líder no será suficiente para alcanzar la legitimidad. Esto tiene como consecuencia que para el líder idóneo cuanto mayor sea el número de los miembros de una sociedad, más difícilmente podrá sustentar su autoridad con la mera exhibición pública y directa de su virtud y deberá usar otros medios para obtener legitimidad o, al menos, obediencia. Por ejemplo, el boato, que quizás fue el primer sistema de propaganda, de los líderes religiosos busca aparentar una excepcionalidad (en este caso espiritual) ante aquellos con los que el contacto directo y cercano es inviable. El individuo ve el boato del líder religioso, político o militar y lo asocia a una persona con cualidades superiores, a la que con gusto obedece al considerarlo idóneo por esas cualidades que presupone en él.
Junto con el boato o el carisma, tema que analizaré más abajo, el líder reconocido por su excelencia necesita también el sistema de leyes (escritas o no) para legitimarse en sociedades mayores que las tribales. La autoridad del rey de un gran estado, no puede basarse únicamente en la virtud propia, que la mayoría de sus súbditos no podrán contrastar jamás, y ni siquiera el carisma será suficiente para sostener tal autoridad como legítima; necesita estar legitimado por un cuerpo de normas o leyes que se asuman como válidas por los miembros de la sociedad. Esta legitimidad es la que yo llamaría “legitimidad por legalidad”. Los cargos hereditarios o el funcionariado son ejemplos de figuras que obtienen buena parte de su legitimidad no por su idoneidad personal sino por que han sido legitimados por un sistema de normas considerado válido por los que obedecen. Es como una idoneidad de segunda generación: lo idóneo no es el individuo, al que se desconoce, sino la norma por la que ese individuo ocupa esa función de autoridad.
La autoridad legal no es contradictoria con la autoridad basada en la idoneidad, de hecho, las figuras de autoridad legales, si dan muestras evidentes de carencia de virtud ante sus seguidores deben hacer uso de la coacción para obtener obediencia; el desprestigio de las figuras de autoridad legales no solo pone en peligro a esas figuras sino también al sistema de normas que los ha legitimado; un rey despótico no solo se pone en peligro él, sino también pone en peligro la monarquía misma.
La legitimidad basada en la legalidad tiene un problema fundamental: las figuras investidas de “poder legal” olvidan en ocasiones que el fundamento de toda autoridad es la idoneidad y asumen que las leyes que les legitiman tienen un valor por sí mismas independientemente de los individuos que obedecen. Esto lleva aparejado conflictos evidentes entre los que detentan el poder y los que no, ya que toda autoridad legítima se fundamenta en el reconocimiento de los que obedecen. Si no existe el sometimiento voluntario, por idoneidad o por ley, no existe autoridad sino despotismo y coacción.