La experiencia metafísica en Parménides de Elea
1“Y la diosa me recibió con benevolencia, tomó mi mano derecha entre las suyas y se dirigió a mí con estas palabras: “Joven, que vienes a mi morada acompañado por inmortales aurigas, con las yeguas que te traen, te doy la bienvenida. No es ningún hado funesto el que te ha impulsado a viajar con este camino – tan apartado, en verdad, del sendero de los hombres , sino el Derecho y la Justicia. Te es conveniente conocer todas las cosas.”
Por su carácter fragmentario y fundante, la filosofía presocrática se ha valorado de manera dispar desde sus primeros comentaristas. Por un lado, se ha interpretado su pensamiento como un modo de pensar original y originario, reflejo de una prístina sabiduría apenas accesible a sus sucesores, nosotros. La reverencia que Platón manifiesta hacia los pitagóricos o el mismo Parménides, a los que no duda de calificar como “sabios” en contraposición a los “filósofos” – meros aspirantes a la sabiduría -, sería un buen ejemplo de este marco interpretativo del pensamiento presocrático. Por otra parte, algunos autores, al menos desde Aristóteles, han visto a los presocráticos como pensadores con un valor relativo, su reflexión estaría condicionada por una cierta inmadurez en el lenguaje y en sus conceptualizaciones que se verían lastrada, precisamente, por su carácter principiante, aún no pulido por la tradición. En el siglo XIX, con el inicio de la doxografía moderna, esta interpretación fue hegemónica, añadiéndosele el prejuicio historicista que percibía lo real como un fenómeno que se desarrollaba y perfecciona en el tiempo. Los presocráticos serían así, ilustres iniciadores pero incapaces, en esencia, de un pensamiento profundo por las propias limitaciones de su momento histórico. Fue ya en el XX cuando otra línea interpretativa se abrió paso de la mano de autores como Martin Heidegger, Giorgio Colli o, más recientemente, Peter Kingsley, entre muchos otros. Estos filósofos y filólogos plantean un retorno a los presocráticos y ven en ellos a los representantes de la autentica filosofía que se interroga sobre el Ser hasta sus últimas consecuencias. Para ellos, la filosofía posterior a los presocráticos sería un olvido nefasto de esta pregunta y, sobre todo, de esta vivencia fundamental. Desde esta línea hermenéutica me propongo analizar la obra de Parménides como ejemplo de experiencia metafísica radical.
Parménides o Parmeneides:
El nacimiento de Parménides se sitúa a finales del siglo VI a.n.e, entre los años 530 y 515, las fechas son aproximativas dada la contradicción entre las dos fuentes que habitualmente se usan para establecer su nacimiento, Platón y Apolodoro. Su ciudad de origen fue Elea, al sur de la península itálica, en la región de Campania. La polis fue fundada por los foceos que huyeron de Jonia ante la presión persa en el 540 a.n.e., por lo tanto, Parménides pertenecería a la primera generación autóctona de la ciudad.
A Parménides se le hace discípulo de Jenófanes pero esta tradición está poco asentada, es probable que directa o indirectamente Parménides conociera la doctrina de Jenófanes, no obstante en su poema no se hayan rastros inequívocos de ello. Otra tradición más coherente con nuestros conocimiento del autor, lo hacen discípulo de un tal Aminias, filósofo pitagórico. Efectivamente, en el contexto geográfico de Parménides, la Magna Grecia, estaba extendido el movimiento pitagórico, algunas ciudades tenían legisladores-filósofos de esta escuela; al mismo tiempo, en el segundo camino descrito por el poema del autor, se encuentran rastros de pensamiento pitagorizante.
Así mismo, los escritos antiguos, desde Esteusipo, atestiguan que Parménides habría dado leyes a su ciudad de origen.
Hasta aquí la biografía basada en la literatura antigua sobre Parménides, sin embargo, a finales de los años 50 y principio de los 60 del siglo pasado, descubrimientos arqueológicos en Velia (la antigua Elea) enriquecieron nuestro conocimiento sobre Parménides. Estos hallazgos arqueológicos corroboraron hechos que estaban en los textos antiguos pero que habían pasado desapercibidos o no se les había dado la debida importancia. Pusieron de manifiesto que en Elea había existido un culto iniciático a Apolo Oulios, “el destructor que sana”, y que Parménides había estado ligado estrechamente a él. En 1962 se encontró una inscripción que rezaba “Parmeneides, hijo de Pyres, Ouliadês Physikos”. En textos antiguos se había conservado el nombre original del autor, ahora una talla de principios de nuestra era hallada en Velia confirmaba que el verdadero nombre de Parménides era Parmeneides y además lo asociaba al rito de Apolo Oulios. De esto deduce Peter Kingley que el mito racionalista de Parménides ha eclipsado al autentico Parmeneides, un hombre iniciado en cultos sanadores bajo la advocación de Apolo. Culto en los que se propiciaba la visión con rituales de incubación: un iniciado o un enfermo que buscase solución a su mal, permanecía en total inmovilidad en una gruta oscura hasta que el dios se le manifestaba. ¿Podría ser el proemio del poema de Parmeneides una descripción de este trance espiritual?
La experiencia metafísica:
Antes de analizar los fragmentos de Parmeneides como ejemplo de experiencia metafísica se hace necesario describir la experiencia metafísica misma. La condición de posibilidad de esta experiencia es la extrañeza que se vive como un distanciamiento entre lo que percibimos conscientemente en la cotidianidad y lo real; lo que se manifiesta a los sentidos y al intelecto tiene, para la persona con inclinaciones metafísicas, un halo de irrealidad, como si fuera una mera sombra de algo que está oculto, que se nos escapa. Este tipo de individuo no puede evitar percibir a sus coetáneos como sonámbulos que creen torpemente vivir en la vigilia; esta extrañeza, por tanto, tiene como consecuencia un alejamiento, al menos interno, de los afanes habituales de los hombres. Por muy profunda que sea nuestra convicción ética en la igualdad natural de todos los hombres, es un hecho que esta inclinación metafísica no es general; muchas personas, la mayoría, viven la vida con la firme creencia de que el mundo es “tal cual como aparece”. De aquí que la experiencia metafísica tenga un carácter siempre personal o se propicie en iniciaciones selectivas. Esto último no cabe confundirlo con el elitismo egolátrico ni el sectarismo doctrinario, que no son más que degradaciones vulgares de la genuina vivencia metafísica.
La extrañeza antecede a una experiencia de ruptura con los lazos que nos atan a las consecuencias y los efectos tal y como los vivimos en el día a día. Esto no se muestra como convicción, idea o teoría sino como sentimiento profundo, como el despertar de un sueño. Es un sentimiento aterrador en tanto que se asemeja a la muerte y destruye el valor de cualquier creencia anterior, pero al mismo tiempo llena al sujeto de plenitud en tanto se parece a un renacimiento y abre su mente a un ámbito de realidad trascendente. La dificultad de describir esta experiencia por el lenguaje cotidiano es evidente; el lenguaje es una red tejida para describir lo manifestado, la experiencia metafísica remite, por contra, a lo inmanifestado; así, cualquier expresión de una verdad metafísica tiene siempre la naturaleza de una insinuación.
La filosofía académica ha olvidado la vivencia metafísica, se ha vuelto “objetiva”, literal. Nadie negará el valor a las reflexiones de los académicos, pero lo que Parmeneides narra en su poema no es una mera controversia erudita, ni un posicionamiento intelectual, es una madura y preclara exposición de una vivencia metafísica como la que se ha descrito.
El proemio de la diosa
Tradicionalmente el poema de Parmeneides se divide en tres partes: el proemio, el discurso de la diosa sobre la vía de la verdad y, por último, el discurso sobre la vía falsa de las opiniones de los mortales. En un primer momento la doxografía moderna ha minusvalorado el proemio, llegándolo a considerar como un mero recurso literario. En esta introducción Parmeneides narra cómo fue llevado por un carro místico al encuentro de la diosa. Los comentaristas se centraron en la literalidad del discurso propiamente filosófico de la segunda y tercera parte, dejando de lado el rico simbolismo del proemio que ahora nos ocupa. En el siglo XX se inició otra línea hermenéutica que ha vuelto a otorgarle a la primera parte del poema de Parmeneides la relevancia que en sí tiene.
Visto con objetividad cabe preguntarse la necesidad de relegar a un segundo plano las palabras del propio filósofo, ¿por qué dejar de lado el proemio, ningunearlo como ficción literaria, como mero artificio? Los comentaristas del poema no podían aceptar que el inicio del pensamiento filosófico occidental hubiese un poso de numinosidad, de revelación, de vivencia que trasciende la razón analítica. Pero, dejando atrás tal prejuicio, debemos leer esta introducción como lo que verdaderamente es: la condición necesaria para fundamentar el valor de todo el resto del discurso.
El proemio se inicia con la descripción de un viaje sobre un carro místico tirado por yeguas. Este carro es guiado por los hijas del Sol que conforme avanzan en su camino van echándose hacia atrás los velos que cubren sus cabezas. Se subraya el movimiento rápido del buje de la rueda, el sonido siseante que se produce en la carrera. El destino al que finalmente llegan son las puertas del camino de la Noche y el Día que es custodiado por Diké, la Justicia, que abre las puertas cerradas, tras las cuales, Parmeneides encuentra a la diosa que lo recibe benevolente y le anuncia que a continuación le revelará tanto la verdad como las falsas opiniones de lo hombres.
El paralelismo entre este relato y la descripción de los raptos chamánicos es tan evidente que ya los primeros comentaristas modernos lo han subrayado. No importa si hay una influencia por contacto o si es la descripción de una experiencia humana general, el hecho es que la narración de un viaje desde el mundo anodino de la apariencia hacia otro mundo más pleno de realidad en donde el iniciado conversa con divinidades, enmarcan este proemio dentro de una dilatada tradición espiritual. No puede ser casualidad que todos los personajes de este proemio sean femeninos, las aurigas que conducen el carro, la diosa Diké, la diosa que finalmente departe con Parmeneides, incluso los caballos que tiran del carro son yeguas. El filósofo griego queda insertado en esa larga tradición mediterránea de sacralización de lo femenino. Estos episodios de mujeres que revelan a varones la verdad no son algo peculiar de nuestra tradición mediterránea, pero sí es persistente y continuo en ella. Apenas un siglo después Platón narrará el encuentro de Sócrates con una “mujer sagrada”, Diotima, en su conocido Banquete. A pesar de la influencia de la sensibilidad religiosa patriarcal caucásica y semítica, en el Mediterráneo actual aún se vivencia el culto a la diosa no como mera impostura sino como sentir verdadero; las referencias continuas de Parmeneides en su proemio a lo femenino lo ubican dentro de esta misma tradición.
Las aurigas conducen a su pasajero hasta las puertas de la Noche y el Día, estas puertas están situadas, según la mitología griega, en las profundidades del Tártaro. El viaje de Parmeneides no es un viaje hasta las alturas celestiales sino a las entrañas de la Tierra, hacia la oscuridad en la que nace toda luz. El camino de la Noche y el Día representa aquí la vía de la dualidad, de los contrarios, una vez agotado esa senda, la Justicia, que también es una distinción entre lo correcto y lo incorrecto, abre las puertas de un mundo que queda allende la polaridad. La dicotomía Noche-Día, lo Uno y lo Otro, representa el universo de la manifestación como queda claro en la tercera parte del poema que describe el pensamiento errado de los mortales ignorantes como un pensamiento anclado en la oposición de los contrarios. Detrás de esas puertas se encuentra la realidad inmanifestada de la no distinción, el camino del Ser.
Tras esas puertas el autor se encuentra con la “diosa”. Aunque en ningún momento se cite su nombre es una divinidad del inframundo; era un lugar común entre los griegos no dar el nombre de una divinidad de la que se presuponía su identidad. Peter Kingsley se inclina a pensar que la diosa es Perséfone, una divinidad cargada de múltiples valencias entre los órficos y otros cultos iniciáticos de la Grecia Antigua. Esta diosa recibe a Parmeneides bajo el epíteto de “joven” que no debe ser entendido literalmente, ya que en los citados cultos es una forma habitual de referirse al que va a ser iniciado, independientemente de su edad; el neófito es siempre un niño que está en proceso de crecimiento. Esta diosa tranquiliza al recién llegado diciéndole que no es “ningún hado funesto” el que le ha traído hacia ella. Ciertamente, el destino que empujará a todos los mortales hacia el Hades será la muerte, pero Parmeneides no ha llegado allí de esa manera, un azar menos aciago le ha permitido acceder a las profundidades, a la presencia de la diosa. Tras esas palabras tranquilizadora, la divinidad anuncia al viajero que le revelará tanto la verdad como las opiniones erradas de los hombres.
La relación entre muerte y visión numinosa está atestiguada en muchas tradiciones espirituales. En la misma Grecia, la figura de Orfeo es un ejemplo emblemático de personaje que desciende a los Infiernos y regresa de ellos portando un conocimiento inaccesible a los hombres antes de la muerte. De aquí la solemnidad de la vivencia que comparte el autor: ha bajado a lo más profundo, al reino de la muerte, y ha regresado al mundo con una revelación de las divinidades subterráneas. Analizando el proemio con un mínimo de atención resulta absurdo que no describa una experiencia que el autor considere genuina, no cabe interpretarlo como mero juego literario; que la mayoría no podamos que acceder al Hades sino en nuestro postrero viaje y no regresar jamás de allí, no significa que tal periplo sea inaccesible para todos. Al menos, no lo fue para Parmeneides.
La visión numinosa le revela a nuestro filósofo una serie de verdades metafísicas que quedan traducidas a un lenguaje más o menos entendible por el común. En este sentido, la visión es el cauce por el que llega Parmeneides a la experiencia metafísica de la que se trató antes. Aunque no es la única manera de llegar al conocimiento metafísico, la aparición numinosa supone una ruptura de la trama de lo real que propicia este tipo de experiencias.
El camino de la verdad y el camino de la apariencia
La diosa inicia su revelación indicando dos caminos de conocimiento: uno necesario y otro imposible. El primer es el camino que afirma que “es” y el segundo el que sostiene que “no es”. Este “es” no tiene sujeto en el proemio por lo que algunos traductores lo han tenido que suponer para que la frase fuera inteligible en sus respectivos idiomas modernos. Así se ha traducido como “que el Ser es”, “que lo que existe es”, etc. El hecho que el verbo griego usado (εἶναι) pueda entenderse como “ser”, “existir” o “estar”, añade ambigüedad al pasaje. Hay cierto consenso en aceptar que el “es” de este fragmento tiene un matiz impersonal, como cuando se dice “llueve”, por eso no es preciso un sujeto explícito. Así, parece claro que la diosa, sencillamente, afirma la existencia frente a la no existencia: es innegable que “se es” en tanto que pensamos y no habría pensamiento si no fuera algo. Por esto, la primera vía necesaria es la de que “es” y la segunda vía, intransitable, sería la del “no es”, de la que la divinidad aparta a Parménides por impensable.
Llegados a este punto la diosa explica los rasgos de lo que es. No está sujeto al cambio porque la transformación presupone el no ser y el no ser no es; si lo que es procede de lo que es, ya es y por tanto tampoco el cambio se produce. Si un árbol procede de una semilla, la semilla ya no es cuando el árbol existe y como no es pensable lo que no es, el cambio es algo irreal, una mera apariencia. Tampoco existe la degradación porque igualmente impensable es que el ser se transforme en no ser como viceversa. En este nivel de realidad, la temporalidad queda anulada.
Lo que es tampoco admite la extensión intensiva. Es decir, no puede ser que lo que es sea más o menos aquí o allá, abarca la totalidad uniformemente. Lo que es no es divisible porque solo lo que no es sería su límite pero el no es no existe; luego lo que es no pude ser medido ni abarcado por el espacio. Usando otro ejemplo diremos que un lápiz es sobre una mesa, en esta afirmación se presupone una distinción espacial entre el lápiz y la mesa, algo que los separe; como no puede existir distinción, ya que presupondría el no ser, no es real esa percepción de un lápiz que es sobre la mesa. Los objetos distintos y el espacio quedan así negados por la argumentación de la diosa. Lo que es, es plenamente y no está constreñido por el tiempo ni el espacio.
De lo anterior se deduce en el discurso que lo que es es inamovible ya que sin tiempo ni espacio, no tiene sentido hablar ni de cambio ni de movimiento.
“Nada existe ni puede existir aparte de lo que es”.
Todo lo que los sentidos nos dan como real, no son más que nombres que los mortales hemos impuesto a las cosas creyéndolas verdaderas.
Pero el mismo Parmeneides percibiría la contradicción fundamental de su discurso: ¿si solo podemos decir que “es”, cómo explicamos el viaje del iniciado hasta la diosa? Tal viaje implica movimiento, tiempo, variaciones en el espacio… Si las palabras del numen se encadenan una tras de otras, ¿no presupone la relación causal, no asume que es posible el cambio y por tanto que lo que no es sea? Esto nos lleva a unos de los problemas centrales de la metafísica: la posibilidad de comunicabilidad de este tipo de conocimiento; en tanto que se expresa se falsea y se cae en la contradicción. La solución es sencilla y desalentadora: en tanto que se cae en el ámbito de la manifestación toda expresión de lo inmanifestado es incompleta, se transforma en un reflejo de un espejo deformado. Para paliar este hecho inevitable, Parmeneides alambica la expresión, fuerza al lenguaje a insinuar en su ruptura lo que es en sí mismo indecible. Por eso también la verdad que transmite debe pertenecer y pertenece a otro ámbito, a ese otro mundo en donde habitan los dioses.
Tras revelarle la verdad, la diosa, en la última parte de su discurso, explica a Parmeneides la vía falsa de las opiniones de los mortales. A pesar del carácter engañoso de esta vía, debe ser conocido para que ninguna otra persona aventaje al pupilo de la diosa. Es decir, aunque todo lo que creen aquellos que confían en sus sentidos es falso, es preciso conocerlo para poder tratar con ellos y no aparentar ignorancia; son teorizaciones totalmente ficticias pero que tienen un valor práctico en un mundo en donde la mayoría vive creyéndolas como verdaderas. Los hombre comunes confunden lo que es con lo que no es. Así pues, consideran que existe Luz y Noche, así como otras polaridades. De estas dicotomías emergen las realidades confusas en las que creen.
Esta última parte es la que peor se conserva, pero por algunos fragmentos podemos saber que contenía una cosmogonía y cosmología bastante exhaustiva; lo que puede hacernos dudar de que Parmeneides despreciase totalmente el conocimiento sensible: ¿si todo lo manifestado por los sentidos es una ficción para qué hablar de ello? En esto encuentro una originalidad que ha influido en el pensamiento occidental hasta el día de hoy. Efectivamente, desde la perspectiva de lo no manifestado, las teorías sobre el cosmos sensible tiene un nulo valor ontológico, son meras fantasías; sin embargo, sin abandonar esa misma perspectiva, las especulaciones sobre lo manifestado tienen un valor pragmático, es decir, no dicen verdad pero permiten al “hombre que conoce” integrarse en la sociedad intelectual de su momento. Por eso, la diosa le dice a Parmeneides que aunque las discusiones sobre lo sensible son erróneas en sí mismas, le va a comunicar un relato sobre ello para que “el parecer de alguno de los mortales jamás te supere”. Esta atención diferenciada al discurso metafísico verdadero, por un lado, y a la especulación falsa pero útil sobre el cosmos, por otro, ha permitido en Occidente el nacimiento de la ciencia positiva, que debe ser entendida no como expresión de lo verdadero sino como teorización útil. Otras tradiciones metafísicas han sido más tajantes en esta distinción y se han centrado en la vivencia de lo no manifiesto, a la vez que han desdeñado la especulación y técnica materialista por dar valor a la realidad ilusoria. Parmeneides es uno de los iniciadores de esta doble vía metafísica y física que fue rápidamente seguida por sus sucesores; el mismo Platón en el Timeo aceptaba que su elaborada teoría sobre el cosmos carecía de verdad objetiva pero que era una especulación útil y una “opinión probable”.
Pero, lamentablemente, la pregunta crucial queda sin respuesta en la revelación de la diosa. ¿Cómo se compaginan la vía de lo que es, con lo que vemos y pensamos en nuestro día a día? Admitiendo que el mundo sensible es una ilusión, ¿de dónde procede? ¿Cómo se relaciona con lo que es en sí? Parmeneides plantea el problema, desde él seguimos intentado curar esa ruptura entre el ser y la apariencia, aún no sabemos si será posible algún día alcanzar tal pretensión.
Fuentes:
Peter Kingley; En los oscuros lugares del saber; traducción de Carmen Francí para la editorial Atalanta.
Los filósofos presocráticos. vol. I; traducción y notas de Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá para la editorial Gredos.
W.K.C. Guthrie; Historia de la filosofía griega. vol II; versión española de Alberto Medina González.
Werner Jaeger; La teología de los primeros filósofos griegos; traducción de José Gaos para FCE.
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