No Logo: Sin Espacio
0En “Sin espacio”, primera parte del libro “No logo”, la autora pretende mostrar como ciertas empresas han copado el espacio social, que antes pertenecía al ciudadano, con la publicidad.
Fue en los años ochenta del siglo pasado cuando teóricos de la gestión de empresa empezaron a sugerir que una empresa potente no debía producir productos sino una marca que la identifique ante el consumidor. Por aquella época las grandes empresas vieron sus ganancias disminuir debido a diversos factores como la competencia de empresas más pequeñas y flexibles. En esta tesitura, algunos directivos comprendieron la necesidad de externalizar la manufactura de sus productos. De este modo, la empresa queda “aligerada” de la producción industrial y solo tiene que dedicarse a cuidar, promover y construir la marca. Estas empresas empezaron a comprar a bajo coste a unos contratistas que se ubicaban, generalmente, en países en donde los costes laborales eran mínimos; de tal modo Nike o Tommy Hilfiger, por ejemplo, podían dedicar sus esfuerzos a lo verdaderamente importante: publicitar la marca. El valor de un producto empezó a asociarse, prioritariamente, a la marca como símbolo de prestigio social y solo secundariamente a su calidad o utilidad objetiva. Pero esta estrategia empresarial desde los inicios sembró la semilla de su propia destrucción; la primera ola de rechazo a las marcas fue la de los miles de obreros de países industrializados que veían como perdían unos puestos de trabajos que eran importados a otros lugares del mundo donde se trabajaba en situaciones de semi esclavitud.
En todo caso, para cumplir este sueño de una empresa “pura”, sin apenas sector productivo propio, era necesario invertir cantidades ingentes de dinero en la publicidad. La marca es un concepto y como tal no tiene valor si no es reproducido, representado y, finalmente, interiorizado por el grueso de la población. De este modo, la publicidad lo invadió todo y la marca se transformó en un símbolo identitario que debía consumirse para integrarse dentro de tal o cual grupo social; quien no llevaba una marca era una especie de paria del capitalismo sin personalidad, gusto o “chispa”. Para convencernos de que tenemos que comprar tal producto si queremos ser cool se necesita invadir el espacio, si nuestros jóvenes no estuvieran sometidos al continuo bombardeo publicitario ¿verían tan imprescindible para ser “populares” consumir productos superfluos? Sin esa presión mediática la marca no sería nada o casi nada; por eso la marca debe invadirlo todo y quien se oponga a esa invasión es un peligro para la marca y, por extensión, para nuestro modo de vida. Un ejemplo claro de esto es el modo como las marcas han invadido incluso al propio producto: observamos en las poblaciones de muchas partes del mundo como las personas visten ropas y zapatos rodeados e impregnados de nombres de marcas, Hello Kitty o personajes de Disney. Muchos de nuestros vecinos parecen hombres anuncios, sin embargo, en vez de cobrar por publicitar marcas, es decir productos comerciales, los consumidores pagan precios altos por esas prendas que han pasado a ser símbolos del nivel económico de sus portadores, es decir, de prestigio social.
Es interesante la relación que denuncia Naomi Klein entre las marcas y tal o cual estilo musical. Se centra en la relación entre el hip-hop y la promoción de ciertas marcas de ropa deportiva para raperos, pero también extrapola esta relación a muchos otros estilos musicales. Por ejemplo, grupos ¿musicales? de tan infausto recuerdo como las Spice Girls o los Backstreet Boys, mostraron igual propensión que los raperos a convertirse en escaparates vivientes de marcas de ropa.
Los adolescentes educados en estos estilos musicales sufrieron machaconamente una publicidad subrepticia que asociaba sus gustos y roles al consumo de unas determinadas marcas. Pero, para las marcas eso no era suficiente, habían penetrado en el hogar gracias a la televisión, la radio y la prensa pero aún quedaba un entorno de donde estaban excluidas: las escuelas. La universidad, los institutos de educación media y las escuelas, muy pronto sufrieron la irrupción de la publicidad en las aulas, en los baños, en los pasillos y sus fachadas. Los centros educativos no solo son útiles para captar consumidores sino que son el escenario idóneo para realizar estudios comerciales. Los ideólogos empresariales, sin embargo, olvidaron que no hay nada más grato a un adolescente que un totem intocable al que derrumbar:
“Quizá el más famoso de estos experimentos fue el que Coca-Cola hizo en 1998, cuando organizó un concurso entre varias escuelas que debían proponer estrategias para distribuir cupones de la bebida entre los alumnos. El colegio que propusiera la mejor ganaría 500 dólares. El colegio secundario Greenbriar de Evans, Georgia, se tomó el certamen muy en serio, y organizó el Día oficial de la Coca-Cola a finales de marzo, durante el cual todos los alumnos debían acudir a clase con camisetas de Coca-Cola, se hacían una fotografía en una formación que dibujaba la palabra Coca-Cola, asistían a conferencias ofrecidas por ejecutivos de Coca-Cola y durante sus clases aprendían sobre todo lo existente y que fuera negro y con burbujas. Aquello parecía el paraíso de la marca, hasta que la directora advirtió que un tal Mike Cameron, de diecinueve años, llevaba puesta una camiseta con el logo de Pepsi en un censurable acto de provocación. Fue suspendido de inmediato por semejante delito. «Sé que puede parecer mal: «Un escolar es castigado por llevar camiseta de Pepsi en el Día de la Coca-Cola»», explicó la directora, Gloria Hamilton. «Hubiera resultado aceptable de estar sólo entre nosotros, pero se hallaba presente el presidente regional de Coca Cola y algunas personas habían venido en avión desde Atlanta para hacernos el honor de hablar en nombre de nuestros promotores. Los estudiantes sabían que teníamos invitados».”
KLEIN; Op.cit. p. 152
Los padres y educadores sabían que las marcas hacían un uso perverso del espacio público y comprendían la indefensión de los menores ante el bombardeo de la publicidad, entonces… ¿por qué lo permitieron? En primer lugar, porque las administraciones locales estadounidenses recortaban más y más en educación cuando, precisamente, mejor se entendía lo importante que resultaban las nuevas tecnologías para formar a los alumnos. Sin fondos para adquirir ordenadores, los consejos escolares fueron rescatados por el patrocinio de las marcas, además, con toda la publicidad que ven los niños durante todo el día ¿qué daño puede hacer un poco más en la escuela?
Por otro lado, los elementos “críticos” de la sociedad se encontraban por aquel entonces discutiendo sobre el concepto posmoderno de verdad. La verdad, según aquella moda intelectual de finales del XX, era una construcción artificial que carecía de referente en la realidad, desde esta perspectiva ¿quién puede afirmar rotundamente la prioridad pedagógica de un drama de Shakespeare frente a un documental educativo de Coca-Cola? (véase KLEIN; Op.cit., p.165)
Si la educación no pudo escapar de los tentáculos de las marcas y las empresas privadas, tampoco pudieron escapar los otrora sacrosantos valores patrióticos. Complacientemente vimos como las marcas se extendieron al ámbito deportivo, considerábamos natural que en ese espacio lúdico se publicitasen productos de diversa índole, sin embargo, no deja de ser llamativo el hecho de que hoy, en tiempos tan críticos, nadie hable de la unión de los diferentes pueblos de España en base a una cultura o intereses comunes y sí se subraye la importancia de promocionar la “marca España”. Ser español se ha vuelto tan relevante y tan profundo como la marca de botines que calzamos; la marca España hasta tiene ya su logo: un toro inmóvil que exhibe unos hipertrofiados testículos. Después del marketing eso es lo que queda del “orgullo nacional” pero, afortunadamente, otros países más neoliberales nos llevan años de ventaja en este juego:
“[…] podemos anticipar que pronto el mandato de nuestros gobernantes electos será «hacer cool el país». En cierto sentido, esa época ya ha llegado. Desde que fue elegido en 1997, Tony Blair, el primer ministro británico, se ha dedicado a cambiar la imagen algo desastrada del país en una «Inglaterra cool». Después de asistir a una cumbre con Blair en una sala bien decorada de Canary Wharf, el primer ministro francés Jacques Chirac dijo: «Estoy impresionado. Todo eso da a Gran Bretaña una imagen de país joven, dinámico y moderno». Durante la cumbre del G-8 de Birmingham, Blair organizó una reunión de los augustos asistentes en una sala de grabación donde vieron vídeos musicales de All Saints y entonaron «All You Need is Love»; no se sabe si se dedicaron a los juegos Nintendo. Blair es un maestro mundial en maquillar su patria, ¿pero logrará imponer una nueva «marca» a su país o deberá conformarse con la antigua?”
KLEIN; Op.cit., pp. 118-119
Comprendemos qué quiere decir la autora con el título de esta primera parte, “Sin espacios”. Las marcas han ocupado no solo los espacios físicos de nuestras ciudades, edificios públicos y centros educativos. Han invadido nuestra indumentaria y lo que nos rodea pero, a un nivel más profundo, han invadido también nuestro propio espacio mental, de tal modo que incluso la pertenencia a una nación se asocia al consumo y exhibición de símbolos identitarios que solo pueden adquirirse gracias a un determinado desembolso económico. No existe identidad fuera del espacio mental y simbólico delimitado por empresas transnacionales y si existe, si alguien intenta rebelarse contra las marcas, pronto es absorbido por el marketing y redimido de la marginalidad.
El último capítulo de “Sin espacio”, trata precisamente de como la lucha por los derechos de minorías sexuales, pronto fue asimilada por la industria de la publicidad. Cuando los militantes luchaban por la igualdad de homosexuales no encontraron el rechazo de las marcas sino su aquiescencia. Dijeron algo así como “¿Homosexuales? Claro que sí, abriremos tiendas para que se sientan cool”. De este modo se satura el espacio mental y lo que ayer era disidencia hoy se transforma en moda. Ser homosexual, como ser español o como ser hippy, se asocia antes a modos de vestir y consumir, en general, que a modos de ser y de sentir. Invito al lector a que analice el estereotipo de homosexual que fomentan los medios de propaganda y entenderá como el imperio de las marcas no solo tiene terribles consecuencias en nuestro sistema económico e industrial, sino que también empobrece y denigra la infinita diversidad de los seres humanos. Es esa ocupación del espacio propiamente humano, que sufrimos aún hoy, el que denuncia Naomi Klein al final de esta primera parte de su libro No logo: el poder de las marcas.