Por una verdadera integración de la familia y los alumnos en la toma de decisiones de los centros educativos
0Durante mi época de estudiante en el instituto y posteriormente, como profesor de educación secundaria, he ido observando ciertas disfunciones que afectan esencialmente a la calidad de nuestra educación a todos los niveles (primario, secundario y superior). Estas disfunciones impiden el pleno desarrollo intelectual, afectivo y vocacional tanto de los alumnos como de los docentes; en algunos países más avanzados ya se han dado pasos decisivos para solventar estos problemas que, enraizados en las bases de nuestro sistema, nos lastran humana y productivamente. El informe PISA y el alto nivel de abandono escolar que se da entre nuestros adolescentes son síntomas de un sistema educativo insuficiente que se ha transformado en un impedimento, en vez de un apoyo, para el desarrollo de nuestra sociedad.
Puede parecer que en la actual situación de crisis hablar de reformar el sistema educativo es una frivolidad. Nada más lejos de la realidad. Solo podremos entender cómo la sociedad española ha llegado a la actual situación de corrupción cívica, política y económica, si analizamos las causas de esta degeneración. Una de las causas más relevantes de esta situación es la existencia de amplias capas de la población que nunca han conocido una educación integral y ciudadana. Si es preocupante cómo hemos llegado hasta aquí, mucho más preocupante es cómo podremos salir de este entuerto que algunos llaman crisis y otros estafa; creo que a medio y largo plazo la estructura de nuestro sistema educativo será decisiva para definir nuestro futuro. Oscuro futuro si las únicas reformas que se hacen consisten en aumentar las ratios del bachillerato hasta los cuarenta alumnos, incrementar las horas lectivas de los profesores y maestros o aniquilar cualquier apoyo a la diversidad. Pero ni estas negras tormentas que anuncian tan horrible mañana para los más jóvenes, y por extensión para nuestra sociedad, nos deben arrebatar nuestro derecho a soñar con un porvenir mejor para todos. Hay esperanzas, posibilidades y alternativas a los actuales recortes, pero a los gestores de la opresión no les interesa una ciudadanía educada en el amor a la razón y socialmente comprometida con la justicia; porque se mantienen en el poder gracias a la vergonzosa ignorancia con la que han envenenado a su pueblo, veneno que, inadvertidamente, se ha extendido a la mayor parte de la casta despótica, presagiando su pronto fin.
Uno de los problemas estructurales más acuciante de nuestro sistema educativo es la desvinculación que existe entre el mismo sistema y sus usuarios. En España, aunque tengo sobradas razones para pensar que este diagnóstico es extrapolable a los sistemas educativos de la mayoría de los países, los padres y alumnos ven el centro educativo como un sitio a donde se va pero no un lugar al que se pertenece. Esta actitud es fomentada por la estructura normativa del mismo sistema educativo que orilla a familias y alumnos en la toma de decisiones. Esto tiene como consecuencia el que los agentes internos del sistema educativo (profesores, maestros, orientadores, trabajadores sociales…) suelen entender la educación pública como un servicio público pero no construido para y por el público; es decir, se tiende a percibir el centro educativo como un lugar gestionado por unos especialistas que se evalúan, autoevalúan o reevalúan entre ellos pero, en la mayoría de ocasiones, de espalda a los requerimientos de los usuarios. Consecuencia de la menguada capacidad de participación de los padres y alumnos en la estructura deliberativa y dispositiva de los centros educativos, es la ya comentada indiferencia o distancia hacia el centro. Pues si los padres y alumnos carecen casi de capacidad para reorientar o enriquecer la toma de decisiones en los centros, es natural que perciban, inconscientemente, su relación con tales instituciones como una relación enajenada.
Voy a usar un ejemplo para ilustrar por qué opino que existe una relación directa entre la actitud crítica de los usuarios de un servicio y la optimización de tal servicio. Si un empresario monta un restaurante ¿de qué depende su éxito? El restaurante es un servicio para el público, gente anónima va o no va a tal sitio según le parezca adecuado el servicio que se le da en él. Si la comida es mala, cara o el trato personal de los camareros poco correcto, el público dejará de ir a comer allí y el empresario se verá obligado a cerrar. Si el hostelero recibe críticas sobre su local y las desoye o si observa que cada vez menos gente acude a su restaurante y no busca una solución, cava su propia fosa. Ningún empresario serio piensa que cuando su negocio va mal la culpa es de sus clientes, él da un servicio al público y si el público no está satisfecho con ese servicio no le queda más remedio que buscar satisfacer a sus clientes o cerrar el negocio. La afluencia o no de público es la diferencia entre un negocio exitoso y otro que no lo es; las críticas de los clientes y la capacidad del empresario para sopesarlas en su valor, permiten que el negocio se perfeccione o, al menos, siga ofreciendo un servicio de calidad. Claro que el cliente no puede pretender entrar en la cocina o controlar los balances de un negocio particular; sin embargo, un centro educativo no es un negocio particular sino que es el fruto de un esfuerzo económico colectivo.
El lector atento ya se habrá percatado de cual es el paralelismo que quiero trazar entre el ejemplo y mi tesis según la cual solo incorporando a la familia y los alumnos en la toma de decisiones de los centros educativos se podrá conseguir una educación integral. Efectivamente, los mejores evaluadores de la labor educativa son los alumnos, que son los que la reciben, y las familias, que son las máximas interesadas en la educación de su progenie. Sin embargo, esas opiniones no solo son ignoradas sino que, la mayoría de las veces, ni siquiera son requeridas.
Muchos dirán que los funcionarios que desempeñan su labor en un centro educativo son expertos en su campo específico y que difícilmente pueden los legos evaluar su trabajo. Y es cierto pero solo en cierta manera. Claro que yo no puedo pretender contradecir al doctor cuando hace un diagnóstico pero sí que puedo contradecirle si la solución que me ha dado a, por ejemplo, una enfermedad no ha funcionado. También puedo criticar o encomiar la labor del personal sanitario en lo que respecta al trato personal, puntualidad, atención, profesionalidad, etc. Como en sanidad, en educación existen facetas específicas difícilmente analizables por inexpertos; me cuesta creer que la mayoría de los padres puedan discutir conmigo en igualdad de condiciones sobre la pertinencia de incluir tal o cual lectura filosófica en el programa de una asignatura de bachillerato. Sin embargo, sí que pueden debatir el resultado de tal acción pedagógica sobre su hijo: si el libro le ha resultado interesante al alumno, si ha fomentado sus hábitos lectores o hasta que punto lo ha llegado a entender. Es solo un ejemplo, pero si cada profesor contásemos con esa comunicación directa con los padres y los alumnos ¿no se vería enriquecida nuestra experiencia pedagógica?
Hay múltiples razones que explican la desconexión existente entre las familias, los alumnos y los centros educativos. La principal razón es la que he explicado más arriba: las familias y alumnos no tienen prácticamente ninguna capacidad para influir en la toma de decisiones de los centros ni en el mejoramiento de la práxis educativa. Cuando se les pide opinión es en forma de encuestas no vinculantes que, en la mayoría de las ocasiones, son solo trámites y papeleos que nadie analiza y no sirven de base para establecer conclusiones que afecten a la vida del centro. Para que dentro de los centros existiese una comunicación fluida entre padres, alumnos, profesores, inspectores, equipo directivo, etc. sería imprescindible que fuéramos capaces de sacar consecuencias de tal comunicación y actuar según tales consecuencias. Las familias y los alumnos están francamente desmotivados para participar e integrarse en la vida de los centros educativos y permanecerán en esta situación mientras que sus opiniones no sean escuchadas y carezcan de capacidad de decisión dentro de la comunidad escolar.
También es cierto que la distancia entre las familias y los centros educativos tiene otras causas como la idea, cada vez más extendida, de que los centros escolares y universitarios no son centros de educación sino meras guarderías para niños grandes que tienen antes una labor de contención social que pedagógica. A su vez, algunas familias consideran, irresponsablemente, que los únicos encargados de la educación de sus hijos son los centros educativos; por esta razón se sienten exonerados de participar en la vida escolar. Sin embargo, creo que estas mentalidades hipócritas e irreflexivas no tienen tanto peso como la constatación continua, por parte de los alumnos y familias, de ser ninguneado en la toma de decisiones de los centros. Si las familias y alumnos contasen con procedimientos para participar y evaluar en el centro, el índice de implicación sería mucho mayor que el actual.
Pero, cabe preguntarse cómo es posible tal participación, toda vez que los padres y los alumnos no siempre cuentan con la capacidad o los conocimientos para evaluar y participar activamente en la vida del centro. Debemos tener claro que cuando se defiende la integración de los alumnos y las familias en los procesos de decisión de los centros educativos, no se defiende en detrimento de los otros miembros de la comunidad educativa. Como en cualquier centro de trabajo, existen áreas especializadas que deben quedar en manos de especialistas; lo que sí debe estar abierto al debate colectivo son los resultados objetivos de los procesos pedagógicos. Ya dije más arriba que es difícil que los alumnos o los padres puedan tener capacidad de deliberar sobre el temario de tal o cual especialidad; pero sí pueden tener opiniones certeras o sugerentes sobre los resultados de la aplicación de esos temarios.
Igualmente, las familias y alumnos deberían tener una mayor capacidad de decidir qué docentes se adaptan mejor a las necesidades pedagógicas de los educandos. Vuelvo a subrayar que cuando digo “mayor capacidad de decidir”, quiero decir que las opiniones de los alumnos y las familias deben ser oídas y sopesadas en juntas mixtas con especialistas y legos; del mismo modo que me parece incompleto un sistema como el actual en el que se separa a las familias y a los alumnos de los órganos de decisión, sería incompleto un sistema que despreciase la opinión del docente en la toma de decisiones.
¿Cómo integrar la familia y a los alumnos en el proceso de toma de decisiones de los centros de una manera racional? Hay muchas cosas que podrían cambiar; por ejemplo, el sistema de promoción interna del profesorado no debería dar la espalda al reconocimiento, por parte de familias y alumnos, de la labor docente. La opinión de ellos, junto con evaluaciones de técnicos, debería ser decisiva para la obtención de permisos de estudios, cátedras, jefaturas de departamento, asignación de grupos, etc. Por contra, hoy estas decisiones las toman inspectores educativos totalmente ignorantes del día a día en el aula o se toman automáticamente por antigüedad.
Pero la manera más profunda de integrar a las familias y alumnos en los procesos de toma de decisiones sería que su voz y voto contasen en la contratación de los docentes. Que su opinión contase no significa que fuera la única que se debería escuchar pero sí una de las más cualificadas. Este modo de contratación implicaría una autonomía de los centros que hoy por hoy es solo un sueño en nuestro país y debería estar avalado por un sistema de cualificación docente universitario más objetivo y exigente que el actual. Pero este tema lo trataré en un próximo artículo.
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