Repensando la función pública
0 Como funcionario no puedo evitar sentirme desasosegado con la situación económica que vive nuestra sociedad. La crisis, como se nos viene advirtiendo desde hace tiempo, parece que ha llegado a ser endémica en nuestro entorno, y si no encontramos manera de solucionar el entuerto pronto, nuestro sistema de protección público desaparecerá o se degradará hasta quedar irreconocible. La sanidad, la enseñanza, la administración, las fuerzas de orden público y otros elementos necesarios para garantizar la paz, la seguridad y el desarrollo están en serio debate y en franco peligro.
Igualmente como ciudadano me siento desasosegado por este turbio panorama, pero sería hipócritamente catastrofista si no admitiese que estoy esperanzado, por que la actual situación de crisis también está generando una movilización social que apunta hacia un nuevo futuro más justo y digno para todos.
Dicho esto, tenemos que entender que ese futuro justo no es posible si va aparejado a una pérdida o disminución de derechos cívicos que hoy consideramos irrenunciables, como son el acceso a una vivienda, el derecho a una educación plural y de calidad o el disfrute de servicios sanitarios independientemente de nuestro poder adquisitivo. Estos derechos solo pueden ser sustentados por un cuerpo de trabajadores públicos, es decir, por funcionarios.
Mucho se critica a la función pública desde innumerables frentes. La desidia que provoca un “trabajo para toda la vida” y la merma de capacidad productiva que eso supone es una crítica común. Pero también, debemos admitirlo, cierta.
He trabajado tanto en la empresa privada como en la función pública. Siento atacar un mito pero el hispánico “escaqueo” es tan frecuente en la empresa privada como el la pública. Sin embargo, no voy a negar que en algunos funcionarios la carencia de sentido del deber llega a una desfachatez tal que provoca antes vergüenza ajena que indignación. Y eso será motivo de reflexión para la sociedad española en tiempos futuros: el hecho innegable que son necesarios mecanismos de control objetivos que evalúe la productividad social de la función pública.
El problema parece sencillo pero no lo es en absoluto. Hasta ahora la administración educativa, y hablo de mi ámbito de trabajo pero creo que es extrapolable a cualquier cuerpo de funcionarios, ha intentado implementar sistemas para evaluar la calidad de la enseñanza. Estos sistemas de evaluación son dirigidos y programados por burócratas y políticos alejados de la propia función docente, en otras palabras estos sistemas de evaluación de la “productividad” de nuestro sistema educativo no están elaborados por la propia comunidad educativa sino por grupos de personas con sueldos estratosféricos que tienen como objetivo secundario evaluar objetivamente nuestro sistema educativo y como objetivo principal justificar sus injustificables emolumentos. Y así no va a ser posible cambiar nada. No tienen ni idea de lo que evalúan y en vez de confesarlo inventan y reinventan cada año una nueva estupidez. Eso sí, no he visto a ninguno de estos burócratas venir a una de mis aulas y hablar conmigo de educación. ¿Para qué? Supongo que si lo hiciera nos costaría a todos una fortuna en dietas.
Alguien dirá que no son profesores los que evalúan al sistema educativo porque si no podrían hacerse evaluaciones muy influidas por el sentimiento corporativista. Es verdad. Los funcionarios en general, y los docentes en el ejemplo concreto que trato, tienen el conocimiento específico que les permite evaluar con juicio a sus propios compañeros, sin embargo, y esto es innegable, el espíritu corporativista condiciona el juicio de muchos. La solución tampoco parece que sea que unos mediocres y caros burócratas nombrados a dedos por el poder político se encarguen de evaluar el trabajo de profesionales formados y cuyo puesto “privilegiado” solo ha sido adquirido a base de esfuerzo, estudio y constancia. Dejo al margen, claro está, a los cargos de confianza que son designados por el poder político (a dedo) y que podrían y deberían llegar a esos cargos a través de oposiciones objetivas y verdaderamente públicas.
En tiempos como en el que vivimos, en el que las asambleas populares movilizan a amplias capas de la población, la respuesta a este dilema se me muestra como evidente. Del mismo modo que una cafetería debe de cerrar sus puertas cuando los clientes no valoran positivamente el trato, precio y calidad de los servicios prestados; es factible que de manera asamblearia se evalúe la función pública. Estas evaluaciones populares deben de escuchar y asumir el asesoramiento de los propios cuerpos funcionariales. Por ejemplo, si el público que acude a un centro médico se queja de falta de atención sanitaria, el cuerpo de funcionarios que se encarga de esa atención deberá hacer público los recursos económicos y humanos que el poder político invierte en ese centro. Es razonable pensar que acorde a esa inversión deberán ser las exigencias del pueblo.
Creo que avanzamos hacia ese futuro a medio y a largo plazo. Para bien y para mal, ser funcionario no será nunca lo que fue. Por un lado, nuestra labor será continuamente evaluada por la ciudadanía, por otro, la afiliación política o la sumisión ideológica no serán las virtudes por las que se ascienda en la función pública, sino más bien la excelencia de nuestra propia labor.
sé feliz