Sobre el cuidado a la patria en Simone Weil
0«La compasión por la fragilidad va siempre unida al amor de la auténtica belleza, pues sentimos vivamente que las cosas verdaderamente bellas deberían tener asegurada, y no la tienen, una existencia eterna»
Simone Weil; Echar raíces; Segunda parte: El desarraigo, «Desarraigo y nación»; Editorial Trotta 2014.
Aunque es indiscutible que el patriotismo ha servido de excusa para avasallar a pueblos vecinos, motivo espurio con el que aglutinar masas en la estupidez acrítica y cortina de humo tras la que élites corruptas han escondido su carencia de principios, el amor hacia la patria es un hecho histórico que no podemos soslayar. El apego a una tradición cultural, primariamente, y a un territorio, al menos idealmente de modo secundario, es una constante incluso antes del surgimiento del estado-nación. Con el auge del internacionalismo, el patriotismo ha sido fuertemente denostado sin que se haya llegado a profundizar el sentido y la necesidad de este sentimiento; lo que explica que haya hoy en día, por un lado, un nacionalismo retrógrado, un patrioterismo de banderitas y desfiles, que es incapaz de medir sus propios límites; y, por otro, un rechazo unilateral de la patria en aras de un difuso internacionalismo que, en último término, parece una pura negación de la diferencia.
Durante el siglo XX en el contexto de las dos Guerras Mundiales, la reconsideración del patriotismo fue una temática en boga para filósofos, periodistas y políticos de la época. La cuestión era cómo sentir la patria sin que ello llevase aparejado los abusos y las inestabilidades que estaban manifestándose en los conflictos bélicos referidos. La propuesta de Simone Weil (1909-1943) merece la pena que sea rescatada por su originalidad tanto en análisis como en las soluciones que sugiere. Durante la ocupación de Francia por el nazismo, la Francia Libre – el gobierno francés en el exilio- solicitó en 1943 a Weil que redactara un memorándum en el que se trazasen las líneas generales de actuación para la reconstrucción social y moral de Francia tras la eventual victoria sobre los alemanes. A tal fin, Simone Weil escribió la obra que posteriormente se publicó con el nombre de «L’enracinement» y que ha sido traducido en español como «Echar raíces». En ella no solo esbozará un nuevo concepto de patria sino que también constata la necesidad humana de enraizarse.
Enraizar es probablemente la necesidad más importante a la vez que ignorada del alma humana. Las personas, como seres sociales, necesitan sentir que participan real y activamente en una colectividad que preserva una tradición pasada, que alimenta una esperanza de futuro. Los hombres participamos de diversos medios sociales en los que enraizamos naturalmente merced a nuestro lugar de nacimiento, profesión, creencias religiosas, etc. Estos medios sociales en los que enraizamos no son ajenos a las influencias externas, no pueden ser ni nunca han sido entornos herméticos ajenos a la alteridad; las influencias externas, cuando no sustituyen el medio social enraizante, son una inspiración que hacen más rica e intensa la vida en ese medio.
La autora denuncia que su época no es atenta a esta necesidad humana sino que tiende a fomentar el desarraigo de los individuos generando el malestar moral que imperaba en el momento. Un ejemplo que desarraigo se da cuando una nación invade a otra e impone su cultura; los invadidos no están arraigados a la cultura de los invasores, además les es negada la suya propia como pasaba con la Francia ocupada. El colonialismo europeo también ha impuesto en las poblaciones invadidas este desarraigo con consecuencias catastróficas en la moral de los pueblos colonizados.
Pero las poblaciones de Europa en general y de Francia, antes de la invasión alemana, estaban ya desarraigadas por un proceso histórico que comenzó en el siglo XIX. De hecho, el desarraigo del pueblo francés favoreció la rápida derrota del ejercito galo, era como un robusto tronco que podrido por dentro cae al primer envite del hacha. Analizando en concreto el caso francés, Simone Weil encuentra que desde 1789 hasta su tiempo, el enraizamiento nacional se ha carcomido por diversos motivos como las ansias imperiales o la masacre de la Comuna de París (1871). Sin embargo, desde una perspectiva más general, Weil señala al dinero como un factor de desarraigo trasversal a todas las sociedades capitalistas del momento. El dinero absorbe la atención del individuo, no hay nada más concreto que una cifra, obtener un incremento en el guarismo de sus ahorros induce en el sujeto una actividad febril, continuada y que en último término le impide cultivar sus raíces. En el obrero la necesidad pecuniaria le lleva a abandonar su tierra natal, al hacinamiento en barrios de proletarios y a desvincularse de lo que antaño se entendía extensamente como familia – esa red amplia de familiares más o menos cercanos que en los pueblos estaban unidos por redes de apoyo mutuo.
Si el dinero es la medida del valor de las cosas, constatamos que las raíces no tienen un precio, su valor no es objetivable numéricamente y, por lo tanto, deja de tener una estimación explícita. El medio natural y humano, los vínculos de afecto o el apego están supeditados a la necesidad de acumular dinero; se concibe al hombre como individuo aislado que como un objeto puede ubicarse geográficamente en cualquier sitio sin trastorno alguno. Pero el hombre no es una cosa, tiene raíces cuya pérdida conlleva consecuencias en su vida interna; el desarraigo produce tedio, apatía, una sensación tenue pero constante de no acomodarse en el lugar. Estos síntomas pueden desembocar en diversas formas de embrutecimiento espiritual que van desde el alcoholismo hasta el fanatismo totalitario; desde la falta de interés inactiva, una especie de aburrimiento crónico, hasta la acción agresiva, arriesgada pero sin sentido ulterior que busca llenar ese mismo tedio. La persona desarraigada practica un mal entendido cosmopolitismo: puede vivir en cualquier lugar pero no siente ningún sitio como su hogar.
Frente a esta pérdida generalizada de raíces, solo la patria se mantiene débilmente como medio social enraizante. No hay nada más lábil que la pertenencia a una clase social, además la pertenencia a la clase obrera ha perdido valor por un sindicalismo cuyas propuestas se han centrado en el aumento de la comodidad o del salario – otra vez el dinero como vector del desarraigo. Ya no queda vida gremial y merced al proceso de secularización también se han debilitado los vínculos de las comunidades religiosas. Solo queda, pues, la patria como medio para echar raíces aunque también el patriotismo ha visto mermada sus potencialidades por culpa del desarraigo generalizado.
Siempre ha existido el patriotismo, es un sentimiento que enardece cuando se manifiesta como resistencia de un poder opresivo exterior. La batalla de las Termópilas es un ejemplo de patriotismo griego que tuvo éxito al oponerse a la invasión persa; Vercingétorix, Viriato o Numancia son otros tantos ejemplos de resistencia a un poder externo que pretende aniquilar la patria común de un pueblo, esta vez con peor fortuna que los helenos. Vemos que, por tanto, el patriotismo se crece e incluso nace cuando la patria está en peligro, no era, como actualmente, un patriotismo de «nación-estado» sino uno en donde las fronteras de la patria son más bien difusas y en el que ese sentimiento se asocia más a un modo de vida, una lengua, unas tradiciones comunes antes que a un entorno geográfico rígidamente definido.
Lo característico del patriotismo contemporáneo es que en vez de dirigirse hacia unos modos de vida se proyecta hacia un estado-nación concretizado en una estructura administrativa y con unas fronteras más o menos definidas. Lo contradictorio es que el estado es precisamente una realidad que no puede ser amada y que, incluso, saca sus fuerzas de las potencialidades creativas de la nación sobre la que se instala. Mientras que las personas precisamos de unas raíces comunes que nos unan y, por tanto, es connatural a nosotros cierto arraigo emocional a la patria; por otro lado, nuestra patria se asocia a un estado que no puede ser amado sino, a los sumo respetado. Este deseo de amor a la patria junto con la imposibilidad de amar al estado asociado a ella, conduce a que las masas entreguen su fervor patriótico a la figura de un líder, v.gr. Hitler, que, por muy ridículo que aparezca a la mirada desprejuiciada, permite que las masas proyecten su amor a la patria en alguien de carne y hueso. Sustituir a la tradición, a los modos de vida compartidas por el estado como objeto de nuestro patriotismo, abre la posibilidad de superar esta contradicción. El estado es un medio para defender a la patria, un mero instrumento al que se le aprecia por su idoneidad práctica, pero el objeto de nuestro amor no es él, sino la comunidad humana en la convivimos.
Otra contradicción de nuestro patriotismo occidental es su inspiración romana que nos empuja a la idolatría nacional. Quien a día de hoy se tenga por patriota debe henchirse de orgullo y defender a ultranza las acciones o intereses de su nación. En ningún ámbito de nuestra vida ética admitiríamos tamaño grado de unilateralidad y de orgullo ante los otros como estamos dispuestos a normalizar cuando nos referimos a nuestra patria. En esto consiste la idolatría patriótica que critica Weil, en entender que lo que determina el estado-nación en el que estamos inmersos es, por sí mismo, justo. La justicia debe estar por encima de la patria, lo contrario, es decir, considerar que los designios dictados por nuestra patria son los que definen lo justo, nos lleva a contradicciones evidente y a conflictos imperialistas con otras naciones. Volviendo a un ejemplo anterior ¿era más patriota Vercingétorix o Julio Cesar? ¿Las conquistas de Napoleón fueron correctas pero las de Hitler no? La búsqueda imperialista de la falsa grandeza socava los cimientos morales del verdadero patriotismo y lo convierte en algo parcial en tanto que niega la patria de otros, aunque momentáneamente la conquista puede inflamar el ego de los falsos patriotas, a la larga termina por confundir el amor a las raíces, i.e. el verdadero patriotismo, con el deseo de subyugar a las naciones vecinas.
No podemos absolutizar a la patria, convertirla en un ídolo al que se deben sacrificar otros pueblos, al que deben supeditarse cualquier valor moral. Nuestra patria no es necesaria sino contingente, ha llegado a ser lo que es por mil y un azares históricos; en su desarrollo ha cometido injusticias y abusos sobre otras naciones; nosotros mismos hemos nacido en sus límites por un mero hecho casual que no hemos elegido, pero todo lo anterior no contradice que nuestra patria es única como cualquier otra patria, que contiene tesoros culturales, tradiciones, formas de vidas, de habla, de arte propios que hunden sus orígenes siglos atrás. Un esfuerzo colectivo, una red inabarcable de interrelaciones y proyectos de futuros que han cristalizado en algo que, aunque contingente, atesora unos valores que merecen la pena ser mantenidos. De este modo, el patriota verdadero ama a su tierra sin idolatría.
Así la patria debe ser concebida como un medio de arraigo entre otros, no debe limitarse al estado-nación o al territorio definido por él sino que puede yuxtaponerse a otros medios de arraigo como el pueblo, la comarca o la región. Igualmente también podemos sentirnos enraizados en realidades culturales ubicadas geográficamente pero que trascienden los límites de los estados; la Hispanidad, el Mediterráneo, etc. pueden funcionar como medios de arraigo sin padecer las contradicciones inherente a la patria circunscrita por un estado. En la obra que estamos comentando, Weil ya reconoce la necesidad de superar las fronteras nacionales y cita la creación de una identidad europea como proyecto de enraizamiento que no tiene por qué oponerse al de patria. Construir medios en donde enraizar más amplios que el estado-nación solo se puede hacer favoreciendo los medios geográficamente más restringidos como la misma patria, ya que únicamente merced a la diferencia se producen los intercambios enriquecedores. No tiene sentido establecer vínculos entre lo mismo con lo mismo; la homogeneidad cultural nunca es el fin del proyecto patriótico sino, todo lo contrario, el objetivo de la construcción patriótica debe ser la de armonizar la riqueza cultural de la divergencia. El falso nacionalismo tan en boga en estos tiempos que enuncia como leitmotiv de la acción «mi patria primero», es, junto con el globalismo mercantilista, negación de la verdadera patria.
Para evitar la idolatría nacionalista, Simone Weil propone fundamentar el amor patriótico no en su supuesta grandeza pasada o próxima, sino en la compasión hacia la patria. No en el orgullo que nos enfrenta al otro sino en el amor humilde a nuestras raíces. El carácter contingente de la patria hace que nos percatemos de su fragilidad, el deseo de preservar ese legado histórico, de hacer perdurar en las futuras generaciones el tesoro cultural del que nos nutrimos, es un basamento más fuerte y, ante todo, más moral que la búsqueda de la preeminencia de nuestra patria frente a la de otros. En tiempos de aculturación como los actuales, es fácil comprender lo que nos quería decir Weil: defender la vida rural en peligro, las escasas poblaciones aborígenes, costumbres y modos de enraizarse en la vida que ante nuestros ojos corren el riesgo de desaparecer… son un reivindicaciones de la diferencia que no niegan ni el progreso material ni pretenden imponerse a otras maneras de echar raíces. Es el mismo sentimiento que nos induce a cuidar el medio natural o las especies en peligro; la compasión hacia la patria es una ternura que cuida y preserva, una resistencia a la vez que una esperanza de futuro.