Sobre la Fuerza y la Justicia. En torno a Tucídides y MoZi
0“… porque vosotros habéis aprendido, igual que lo sabemos nosotros, que en las cuestiones humanas las razones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan.”
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. libro V, 89
En un primer momento, asociamos la justicia a la igualdad o, si elaboramos algo más el concepto, con la equidad. Ciertamente, experimentos con monos muestran que estos animales son sensibles a un trato no igualitario al recibir recompensas; al mismo tiempo, en estado natural, un reparto no equitativo de las presas provoca conflictos e inestabilidades dentro de los grupos de ciertos mamíferos cazadores. A pesar de que la afirmación y satisfacción del ego es, si no el fundamental, sí uno de los motores motivaciones más importantes en el ser humano; se observa en situaciones experimentales, que niños muy pequeños rechazan un reparto no equitativo, incluso cuando ellos mismos son beneficiados por la inequidad. Si restásemos importancia a estos comportamientos humanos porque los consideramos fruto de un condicionamiento social, también deberíamos aceptar que los impulsos egóticos podrían tener la misma base. En cualquier caso, se puede concluir que en los animales intelectualmente más desarrollados principia un sentimiento de justicia que queda definitivamente actualizado en los seres humanos, sea su origen biológico-adaptativo o fruto de la interacción social temprana.
Pero ¿qué es la justicia? Dada la complejidad de las sociedades humanas, el concepto de igualdad, incluso el de equidad resultan insuficientes para definir la justicia. Lo que parece claro es que el valor de la justicia se aplica en la relación con los otros, no es una simple virtud que implique al individuo solo, sino que más bien parece que es un modo de relacionarnos. Somos sobretodo justos con otros y solo derivadamente podemos usar la expresión “ser justo con uno mismo” que se refiere a la capacidad de valorar nuestros méritos y defectos con ecuanimidad. Pero, la justicia se aplica, stricto sensu, sobre partes interesadas. De aquí que podamos definir la justicia como la voluntad, que se hace efectiva, de equilibrar, en base a criterios aceptados libremente, los intereses de las partes. Es voluntad efectiva porque no basta desear equilibrar los intereses, sino que el juicio debe efectuarse realmente. La justicia equilibra porque considera a las partes con intereses legítimos que deben ser sopesados. Al mismo tiempo las normas con las que se establece el juicio, deben ser claras y aceptadas por las partes; serán normas universalizables y no normas arbitrarias que perjudiquen a uno de los interesados, ya que si esto ocurriera, esa parte no habría aceptado la norma libremente. Este último factor también debe ser considerado, las normas aceptadas para tomar una decisión justa, no pueden ser admitidas bajo coacción, si así fuera, no podríamos hablar de justicia. Las normas aceptadas pueden ser normas naturales que espontáneamente están admitidas por todos, pero en ocasiones es necesario enunciar normas concretas para la dilucidación de conflictos, en este sentido se dice que un legislador es justo cuando enuncia normas que son aceptadas unánime o mayoritariamente.
Ejemplifiquemos esta definición de justicia para entenderla mejor. Imaginemos una situación en donde un sujeto tiene una cantidad de alimentos que debe repartir entre cuatro personas necesitadas. ¿Cómo hará el reparto justo? Si lo reparte igualitariamente dará lo mismo al sujeto A y al sujeto B, pero como el sujeto A está sano y bien alimentado, mientras que B está en estado de desnutrición avanzado, no se está equilibrando los intereses de las partes con ese reparto igualitario, ya que el interés y necesidad de alimentarse de B es mucho mayor que el de A. En cualquier caso, no podemos conocer todas las variables y los intereses de las partes para hacer un reparto justo en todo momento, por ello el reparto igualitario a pesar de no ser el más justo es una aproximación a la justicia. Lo anterior contrasta con un reparto no igualitario en donde el que reparte los alimentos da las tres cuartas partes al sujeto C y el resto lo reparte entre los sujeto A, B y D igualitariamente; siendo el criterio para donar la mayor parte de los alimentos a C que tiene vínculos familiares o de amistad con él. Este reparto se considerará injusto porque no tiene la voluntad de equilibrar los intereses de las partes sino todo lo contrario, pretende beneficiar unilateralmente a alguien cercano. En definitiva, la justicia se basa en la voluntad de equilibrar los intereses de todos; aunque una relación totalmente justa es casi imposible en muchas ocasiones ya que depende de multitud de factores que no pueden ser conocidos, sí es posible adoptar una actitud que nos permita llegar a una situación de mayor equilibrio que la inicial.
Contrario a lo anterior es el uso de la fuerza para dirimir un conflicto de intereses. Aquí por concreción expositiva me detendré en el uso de la fuerza física para resolver conflictos pero existen otros tipos de fuerza que también resuelven conflictos de intereses de manera parcial y por tanto son igualmente injustas.
La cita de Tucídides con la que iniciaba este artículo habla de tal situación y, sobretodo, habla de una filosofía política: cuando las fuerzas entre las partes son parejas se puede llegar a un acuerdo basado en normas aceptadas por todos; mas si existe una diferencia de fuerza significativa, el débil no tiene más remedio que obedecer la voluntad del fuerte. Por mucho que rechacemos moralmente lo anterior, el hecho es que cuando existe una desigualdad de fuerzas, el fuerte tiene una intensa tentación de imponer su punto de vista. La historia política de la Humanidad está llena de ejemplos de ello. La justicia se respeta por convencimiento moral (motivación interna), pero cuando podemos dejar de respetarla impunemente y obtenemos a cambio de un beneficio cierto, ¿qué motivación externa tenemos para seguir cumpliendo los mandatos de lo justo? Fuerza y Justicia parecen dos instancias que se contraponen, donde impera una, la otra declina, pero quizás podamos pensar su interrelación de otra manera.
Ya sean los legalistas chinos o Tucídides en Grecia, a lo largo de nuestra larga historia de pensamiento compartido, la idea de que el fuerte puede y debe imponerse donde haya debilidad ha sido expuesta y defendida de infinidad de modos. Los argumentos principales son dos, uno se basa en la teoría de la ley natural y otro en los hechos. Los hechos, según los defensores del “realismo político”, muestran que cuando hay una desigualdad de fuerza se rompe el equilibrio entre las partes y el fuerte se impone al débil; esto es una ley natural que se repite incluso entre los animales, no podemos ignorarla, ya que hacerlo nos condena a nuestra propia destrucción. Como se dijo más arriba, el deseo de autoexpansión es la motivación básica de cualquier organismo vivo; cuando tal organismo, para su desarrollo, tiene que adaptarse a otros seres del entorno con su misma fuerza y voluntad expansiva, lo hace, ya que no puede imponerse y el conflicto sería costoso o pondría en riesgo su propia autosupervivencia; no obstante, si existiese la posibilidad de imponerse a un ser más débil sin riesgo y representando una ganancia para su autodesarrollo, ese organismo no dudará en imponerse. Es lo que hace el predador con su presa. La misma Naturaleza dota a los seres vivos de fuerza física o mental para mantenerse en la lucha por la supervivencia. Un león puede respetar el territorio de caza de otro león porque el conflicto con un congénere puede acarrear desventaja, lo que nunca hará es respetar ni el territorio ni la vida de una cebra que cojea porque puede devorarla y al hacerlo garantiza su propia existencia.
El argumento de que la ley del más fuerte es natural, por lo que debemos aceptarla tal cual en las relaciones personales y entre naciones, es la típica falacia naturalista. Pero los hechos históricos son incontestables: la Fuerza se impone frecuentemente a la Justicia allí donde puede. Por tanto, debemos analizar los fundamentos naturales y evolutivos del valor de la justicia para ver si es posible reconciliar la moral humanitaria con los hechos históricos o, por contra, será ineludible en nuestra historia futura el uso de la fuerza y, en último término, de la guerra en las relaciones internacionales.
Parafraseando a Rousseau, el fuerte nunca lo es suficientemente para serlo siempre. Es decir, la imposición que se ejecuta con la fuerza pierde vigencia cuando la fuerza cesa, y la fuerza, como potencia física, no es infinita y tarde o temprano declina. La Atenas que arrasó a Melos, fue también vencida por Esparta años después. Por tanto, el principio de fuerza es válido en un momento puntual de las relaciones entre las partes, pero no dentro de un proyecto de convivencia a largo plazo, ya que la fuerza acaba agotándose. La justicia sí permite una mayor estabilidad en el tiempo, pues las partes se integran dentro de una negociación común en donde los intereses de todos se intentan que converjan. El uso de la fuerza denota una visión a corto o medio plazo, sin embargo, por mucha que sea la cortedad de visión del fuerte, el hecho observable sigue siendo que el que tiene el poder tiene capacidad de imponerse sobre el débil y que comúnmente lo hace despreciando la justicia.
Parece que no es posible salir de la aporía que nos presentan los hechos, pero los hechos sobre los que nos detenemos no son los únicos. Dentro de las sociedades estatales, ¿puede el fuerte robar, matar o, en general, abusar de otros a placer? Alguien dirá que sí, y no le faltará razón cuando los fuertes son parte de lo que esa sociedad dada acepta como aristocracia; pero incluso los abusos de las clases preeminentes sobre el resto de la sociedad están limitados y no son comparables a los excesos que sufriríamos en estado natural. ¿Por qué? Porque la sociedad establece no solo unos valores morales, una justicia, sino también un sistema punitivo para evitar que una persona, haciendo uso, por ejemplo, de su fuerza física, agreda a otra para arrebatarle su propiedad. Dentro de una sociedad civilizada la Justicia no se opone a la Fuerza – al menos idealmente – sino que esta sustenta y garantiza el imperio de aquella. Irónicamente, el argumento parece dar la razón a aquellos que declaran que en último término solo existe la fuerza, ya que la justicia precisa de ella para hacerse vigente, pero lo cierto es que en una sociedad civilizada, la fuerza punitiva ya no es sinónimo de arbitrariedad ni parcialidad, sino que adquiere valor moral cuando es socialmente aceptada como expresión de la voluntad general de establecer lo justo. Que se represente a la Justicia con una espada en la mano derecha no es casual, sino expresión simbólica de lo que se pretende explicar con estas líneas. En tal situación es la Justicia la que ejerce la Fuerza y no la Fuerza la que se impone a la Justicia.
Lógicamente, cuando digo que las sociedades estatales establecen sistemas de justicia, no utilizo la palabra justicia en sentido absoluto, sino relativo al momento histórico en donde nos situemos. Por ejemplo, en una sociedad esclavista, el poder punitivo defiende una situación que es desde una perspectiva absoluta injusta: la instrumentalización de una persona en contra de sus intereses y voluntad. No me refiero, por tanto, a que las sociedades estatales sean justas en sí, sino que denotan una capacidad de organizar a masas humanas bajo principios de justicia defendidos por la fuerza coactiva del mismo estado, independientemente de si esos principios son justos en sí mismos o solo relativamente. Uso aquí el termino justicia en su sentido moral pero sobre todo en un sentido pragmático: el sujeto interpreta la justicia como respeto a sus intereses particulares dentro del cuerpo social común. Algunos individuos no sienten sus intereses respetados, por lo que hacen uso de la fuerza contra el estado o ignoran las leyes establecidas, pero si ese sentimiento de desvinculación estuviera extendido, las sociedades se derrumbarían internamente por la inestabilidad que provoca una insatisfacción general. En definitiva, la estabilidad de las sociedades estatales refrendan que están organizadas bajo principios que muchos de sus componentes consideran interbeneficiosos, es decir, justos.
En los siglos V-IV a.n.e. el filósofo chino Mozi sostuvo que si en una sociedad todos sus miembros se amasen imparcialmente, no habría conflictos y se podría vivir armoniosamente. En este tipo de sociedad utópica no sería necesario un poder coactivo para imponer justicia, ya que si todos los ciudadanos ponderan los intereses de sus vecinos con el mismo celo que los suyos propios, no surgirían los enfrentamientos que nacen cuando queremos imponer nuestros intereses a los de otros. A pesar de que este autor ha sido tachado de ingenuo por su propuesta, su filosofía es bastante perspicaz, al menos en cuanto a la posibilidad de establecer una sociedad como la descrita. Argumentaba Mozi que el amor universal entre los miembros de una sociedad era mutuamente beneficioso y que por tanto, los gobernantes bien podrían inculcar esos valores para que fuesen generales. Ante los escépticos a esta propuesta, Mozi explicaba que no hay nada más natural en una persona que luchar por su propia supervivencia, sin embargo, los gobernantes han empujado durante generaciones a los hombres a los campos de batalla, en donde lo más fácil de encontrar era su propio aniquilamiento. Si con educación y el poder del estado hemos sido capaces de guiar a las masas humanas hacia su muerte, mucho más fácil será guiarlas a un modo de comportamiento que beneficiaría a todos.
El análisis de Mozi acepta la premisa básica de aquellos que defienden la ley natural del más fuerte: todo organismo tiende a autoafirmarse. Lo que ocurre es que mientras que los defensores del realismo político circunscriben la autoafirmación al individuo o al Imperio a través de la fuerza, Mozi sostiene que la autoafirmación puede tener un carácter colectivo; ser expresión de un modo de vida que es beneficioso en tanto que es compartido bajo parámetros mutuamente aceptados de justicia.
No es Mozi el utopista ni el desatento a los hechos, más bien parecería que son los autodenominados “realistas políticos” los que pecan de falta de realismo y de atención a los hechos históricos de nuestra especie. Ya en los tribus originarias existe un pacto informal que rechaza el uso de la fuerza dentro del grupo cuando esta se aplica arbitrariamente en contra del bien común; cuando se establecen grupos de poder que ejercen la violencia internamente el grupo queda debilitado y si no supera las disensiones internas será sobrepujado por grupos con mayor cohesión interna. El respetar los intereses mutuos no es la base solo de la civilización sino la condición de posibilidad de la convivencia humana hasta en los estadios más primitivos. Si la estructura del estado se ha impuesto por doquier es por esa capacidad de aglutinar conciencias bajo unos valores de justicia generalmente aceptados. El amor universal que predicaba Mozi para la sociedad futura era en su sociedad presente un hecho aunque imperfecto; no existe un amor universal pero sí una universal capacidad para entender los intereses del otro como legítimos; esta capacidad es adaptativa así que los grupos humanos que la han desarrollado han medrado frente a aquellas agrupaciones incapaces de extender alianzas y vínculos de interdependencia.
La fascinación por el uso de la fuerza unilateral es natural porque parte de ese impulso primario de autoafirmación. Gracias al uso de la coacción podemos usar al otro como un instrumento para beneficiar nuestros propios intereses. Por mucho que rechacemos moralmente esta actitud, es un comportamiento que puede ser beneficioso para quien lo aplica ya sea un individuo concreto, grupo o imperio. Pero, basado igualmente en ese principio de autoafirmación, se encuentra en las personas un rechazo connatural a la imposición unilateral de la fuerza sobre sus propios intereses. Del mismo modo que el búfalo se enfrenta al predador que le ataca o un chimpancé se despioja, el ser humano individualmente y en grupo rechaza y lucha contra la fuerza que lo niega. Así pues, aceptando que existen dos impulsos contrapuestos: el de imponernos sobre el débil y el de rechazar la fuerza que intenta sojuzgarnos; la Humanidad ha establecido un valor abstracto denominado justicia. El fin de tal valor es cohesionar la sociedad evitando la guerra de todos contra todos. El drama de la guerra ocurre cuando los principios de la justicia que rigen y hacen posible una sociedad dada se circunscriben a la sociedad en cuestión pero no a sociedades vecinas.
La idea que subyace a todo conflicto armado es que se puede obtener beneficios inmediatos usando la fuerza que no se obtendrían mediante la negociación. Existe una tendencia natural a que un estado fuerte imponga sus intereses a los más débiles, si la imposición no se consigue con presión política, el estado puede y suele recurrir al uso de la violencia. Pero, como se explicó más arriba, tan natural es el impulso de imponerse del fuerte como la resistencia contra la opresión del débil. La guerra no desaparecerá por una convicción moral sino por un cálculo de intereses; del mismo modo que las sociedades han ido evolucionando y fortaleciéndose conforme aglutinaban a más individuos bajo unos principios generales de justicia, es decir, aceptando y respetando los intereses de sus miembros; así, la guerra se irá mostrando como más y más inefectiva para obtener beneficios concretos hasta eventualmente desaparecer.
De nuevo Mozi puede servirnos de inspiración. El filósofo oriental criticó duramente la guerra como forma de desperdiciar vidas y recursos económicos; aunque su rechazo a la guerra era también moral, siempre subrayó el carácter pragmático de su oposición al conflicto armado. No fue solo la suya una posición teórica sino que para propiciar la pacificación, trabajó en tareas defensivas de fortificación en diversos estados de su tiempo y enseñó esas técnicas defensivas a sus discípulos. Mozi muestra que ser pacifista no siempre es sinónimo de antimilitarismo; ciertamente, hoy como ayer, la mejor manera de disuadir de una guerra es poseer elementos de defensas que la hagan un recurso poco ventajoso para el potencial agresor. Estos elementos de defensa deben ser militares pero no pueden ser solo militares, las relaciones diplomáticas, la propaganda y el comercio deben estar al servicio de evitar conflictos armados propiciados por estados con ínfulas imperiales. Establecer vínculos justos de respeto a los intereses mutuos es otra labor necesaria si queremos construir una sociedad global pacificada.
La actual guerra de Ucrania es un ejemplo claro de como las guerras están quedando obsoletas como modo de resolver conflictos; su desarrollo es una muestra de como las estrategias de “poder blando” son más efectivas para alcanzar los objetivos geoestratégicos que la confrontación armada. Este poder blando, que inspira a las potencias del mañana, se basa en la idea de Sun Zi según la cual el estratega verdaderamente agudo no gana tras la batalla sino que obtiene la victoria sin necesidad de entrar en conflicto y desgastarse. Por contra, la Europa Unida favorece una guerra en Ucrania cuyo resultado es irrelevante para nuestros intereses: gane quien gane, los europeos nos veremos perjudicados. ¿Acaso Rusia o Ucrania acabarán el conflicto en una mejor posición que cuando lo iniciaron? Gasto militar y vidas humanas se desperdician por una falta de inteligencia política de las partes en conflicto. Curiosamente, son los actores lejanos al conflicto los que quedan fortalecidos, en concreto el imperialismo estadounidense consigue una Europa más dependiente militar, energética y diplomáticamente, a la vez que desgasta a Rusia en una guerra hábilmente incentivada. A día de hoy, los hábiles geoestrategas del Imperio fomentan guerras en lugares lejanos que ellos mismos evitan luchar directamente, a sabiendas de que la mejor manera de mantener el dominio es debilitando y dividiendo a enemigos y supuestos aliados mediante conflictos bélicos subsidiarios.
El mundo se inspira por principios e ideas, pero se mueve por la utilidad y los hechos. Rechazo la guerra como modo de relación entre los pueblos, porque el asesinato, el sufrimiento y la destrucción planificada que cualquier conflicto bélico supone me resultan irracionales y moralmente aborrecibles. Del mismo modo que la Humanidad ha rechazado la tortura o los espectáculos de gladiadores por atentar contra la dignidad humana, llegará un día en donde la guerra sea conceptualizada como un modo de comportamiento atávico y moralmente rechazable. Pero estas reflexiones, por muy líricas que puedan resultar son solo eso, meras reflexiones ociosas. El final de la guerra y del imperio de la fuerza no llegará por la condena de los filósofos, sino porque el proceso histórico conjunto de la Humanidad hará que la guerra deje de ser una opción beneficiosa para alguna de las partes en conflicto. La profundización de los intercambios económicos, un equilibrio multipolar de fuerzas, métodos de disuasión perfeccionados y un sistema internacional para la mediación de conflictos, serán las herramientas que emerjan y eviten la guerra en el porvenir cercano.