Sobre la huida de la sociedad
1Las peripecias de Chris MacCandless, narradas por Jon Krakauer en “Hacia rutas salvajes”, pueden parecernos extrañas y carentes de motivo pero la necesidad de aislamiento y la huida de la sociedad ha sido una constante en nuestra historia. “Hombres salvajes”, eremitas y monjes que cuidan templetes perdidos, tramperos o exploradores solitarios, ese impulso de retornar a la naturaleza abandonando la civilización ha sido experimentado de muy diversas maneras y bajo complejas motivaciones por el hombre civilizado.
La huida de la sociedad es en sí mismo una ficción, una imposibilidad. El rifle con el que cazamos o el calzado que nos abriga son fruto de un intenso intercambio social de conocimientos y técnicas. Pero si pretendiésemos vivir en el desierto o en el monte vestidos con las pieles que obtenemos y cazando con nuestras propias armas, difícilmente podríamos renunciar al lenguaje, habilidad adquirida en sociedad y que nos constituye íntimamente.
No obstante, lo que Everett Ruess, Alexander Supertramp y otros semejantes buscaron no fue tanto una huida en abstracto de la sociedad como un retiro temporalmente dilatado de la interacción social directa. (Leer un libro o ver una película es un acto social en tanto que conocemos perspectivas del mundo de otros hombres, pero tal interacción es indirecta pues los individuos no comparten espacio, tiempo ni es posible, tampoco, la intercomunicabilidad). Es este deseo de soledad lo que nos intriga y extraña, máximamente teniendo en cuenta la naturaleza social del ser humano.
Sin embargo, el impulso de evitar el contacto social es una inclinación natural y que experimenta cualquier persona. Todos necesitamos momentos de soledad, una interacción social demasiado intensa y duradera genera, finalmente, cansancio y estrés; lo que demuestran aquellas personas que se retiran lejos del mundanal ruido al corazón de la naturaleza salvaje es, sencillamente, una inclinación más acusada a esa necesidad de soledad que todos expresamos ocasionalmente.
La soledad, en cualquier caso, puede ser un canto a la libertad pero también un modo de deshumanizarnos y embrutecernos. Nos llama la atención la falta de necesidad de contacto humano directo que demuestran ermitaños y aventureros pero normalizamos esa soledad pseudosocializadora que observamos en individuos que se idiotizan ante la televisión, los videojuegos o recluidos en sus cuartos. La cuestión no es la búsqueda de la soledad sino el motivo de tal búsqueda. Informáticos, artistas, científicos… han desarrollado sus capacidades gracias a periodos más o menos largo de trabajo introspectivo y aislamiento; tales sujetos no pueden ser considerados antisociales, es decir dañinos para la sociedad, ni tan siquiera “raros” sino personas que desarrollan su labor creativa apartados, circunstancialmente, del resto.
El rechazo a la interacción social puede ser considerado pernicioso para el propio individuo cuando se genera una fobia social por algún trauma o como modo de huida. La huida como actitud vital es, en sí misma, autodestructiva e inútil; la vida es más sabia que nosotros y viene a encontrarnos allá donde nos escondamos de ella. Rechazar el contacto social porque constatemos que la maledicencia es el deporte favorito de muchos mojigatos; o porque somos un ser más sensible, elevado e incomprendido que los demás es, ciertamente, una estupidez. Si huimos del contacto humano directo por miedo, debilidad de carácter o cualquier razón peregrina, tal actitud nos llevará, más temprano que tarde, a la desapetencia, melancolía y puede llegar a degradar nuestras habilidades sociales incapacitándonos para relacionarnos. Aún así no conviene olvidar que tal modo de alejamiento es muy diferente a ese distanciamiento social que se hace admitiendo su carácter relativo y no como huida sino como camino hacia la naturaleza, su conocimiento o transformación.
Artículo externo sobre la historia de Chris McCandless.
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