Un acercamiento crítico a la racionalidad occidental
0Resumen: la filosofía y ciencia occidental se han asentado durante siglos en un concepto de razón cuyos rasgos más sobresalientes eran la ahistoricidad y su voluntad de ordenar el mundo en categorías estáticas. Este trabajo pretende exponer las lineas más importantes de la crítica nietzscheana a la razón occidental y mostrar tanto la necesidad de la racionalidad propia de occidente como su insuficiencia en un mundo globalizado.
En el principio:
La historia del racionalismo como modo de conocer el mundo es, probablemente, tan antigua como la historia del hombre e incluso más aún. El hombre en sus principios, acosado por mil peligros, la cortedad de su vida y su saber, usó la razón prioritariamente para sobrevivir. Fin humilde y quizás alguien piense que poco noble para la cúspide de la evolución que nos autoconsideramos pero al poco que lo pensemos concluimos que, efectivamente, el hombre primitivo e incluso ese supuesto antepasado arborícola del que descendemos utilizó su capacidad racionalizadora para sobrevivir. Esa fue su función primigenia.
La supervivencia es de facto también hoy el objetivo último de nuestra racionalidad aunque, lo hayamos olvidado en un mundo tan sofisticado en donde la tecnología, el arte o la mera distracción ocupan buena parte de nuestras energías mentales. Pero esto aún no nos interesa, nos interesa volver a ese rudo hombre predecesor nuestro, que sin casi elemento cultural alguno guiaba todas sus fuerzas tanto físicas como mentales al salvaje y burdo fin de devorar y no ser devorado.
Aquí también la Naturaleza distribuyó sus dones caprichosamente y dotó a algunos homínidos con mayor o menor capacidad racional. El hombre en las sociedades preestatales tendría un intelecto más desarrollado que el resto de sus compañeros de horda cuando fuera capaz de encontrar las presas más fácilmente, cuando aprendió a realizar instrumentos más útiles o cuando supo utilizar con más habilidad su astucia en la lucha violenta con las fieras y sus congéneres. ¿Qué rasgos debe tener este intelecto incipiente? ¿De qué dones podría presumir el cavernícola de intelecto más elevado? Las capacidades de este intelecto superior que destacarían sobre las otras inteligencias mediocres serían, básicamente, tres: capacidad de simplificar una multitud de elementos en un grupo o concepto simple(a); capacidad de transformar los objetos en instrumentos(b); y capacidad de engaño(c). Analizaremos estos tres rasgos de la racionalidad que aparecieron ya en tan primitivos estadios pero ahora, es preciso subrayar que este intelecto superior es la muleta que sostiene la fragilidad biológica del hombre. La debilidad hace perentoria en el hombre la necesidad de la razón.
(a) A través de la simplificación y de la memorización de estructuras rígidas el hombre de las primeras sociedades pudo recordar y conocer los sitios por donde pasaban los animales, las huellas características de cada uno de ellos, en donde había guardado una presa, etc. El hombre primitivo que vivía acosado por mil peligros necesitaba una estructura del mundo estable en la que moverse: la lluvia, el viento, el crecimiento de los vegetales… hacen que la naturaleza cambie continuamente; el individuo no podía aferrarse a esos cambios, tenía que entender las regularidades, las relaciones formales entre unas cosas y otras; distinguir en un paisaje lo efímero de lo estable y marcar sus puntos de apoyos cognitivos en estos últimos elementos no propensos al cambio. Viviendo en un universo casi infinito de percepciones, el hombre primitivo sólo podía sobrevivir si desdeñaba una gran parte de ese universo, si le impedía la entrada en su mente. Es impensable que en una naturaleza hostil, un sujeto se detuviese a contemplar la grácil y salvaje belleza de los movimientos de un felino o a deleitarse con las tonalidades cambiantes que adopta un paisaje en el crepúsculo o a la salida del sol… detenerse en eso significaba la muerte; olvidar el proceso de simplificación de las percepciones convertía al cazador en cazado. La belleza multiforme de la Naturaleza no tenía cabida en la mente de los homínidos prehumanos, sólo sobrevivir.
(b) Asimismo, la capacidad de instrumentalizar la realidad fue un rasgo importante de nuestra incipiente capacidad racional: ver en una cueva un refugio, en una piedra un martillo, en un palo un garrote, en la piel de un animal un vestido… fue lo que permitió al hombre sobrevivir en la naturaleza amenazante que le rodeaba. De este modo aquella tribu que conseguía encontrar los instrumentos más fácil y rápidamente era la que sobrevivía y perpetuaba sus genes frente a las otras incapaces de instrumentalizar su entorno: martillos, hachas, fuego, trampas, vestidos… fueron convirtiéndose en los garantes de la supervivencia de los grupos humanos. El Instrumento es el primer vástago de la divina razón, en apariencia tan sublime y teorética.
(c) Por último, otro rasgo de esta incipiente razón fue la capacidad de engaño. El engaño es una herramienta biológica de primer orden: camuflaje, sigilo, simulación, etc. son conocidos como las armas básicas para la supervivencia biológica de cualquier especie. El hombre no podía ser menos y usó su naciente razón para sobrevivir engañando: elaborar trampas para confundir a sus presas, emboscarse o confeccionar adornos son ejemplos de esta capacidad racional gracias a la cual el hombre construía una realidad ficticia en un principio para engañar a sus presas y finalmente con la que se engañó a sí mismo (la religión, el arte, la moral o la filosofía son manifestaciones de este autoengaño de la razón). De nuevo llevando esto al campo de la selección natural observamos que el individuo con una inteligencia más rica en ingenios, en acechanzas, en creación de fantasmagorías triunfaría en la lucha por sobrevivir frente a individuos o especies de inteligencia menos sutil.
La posibilidad de simplificar el mundo, la capacidad de interpretar la realidad en categorías instrumentales y la facilidad para el engaño eran los tres rasgos distintivos de este “divino don” que es el intelecto racional… nada bueno, aparentemente, podía salir de ahí.
La mirada pura:
Uno de los pensamientos fundacionales del racionalismo filosófico es sostener que una vez hayamos limpiado nuestra mente de todas sus ideas previas y preconcebidas la encontraremos en un estado de prístina pureza que nos permitirá conocer la realidad “desubjetivada”, la realidad “tal cual”. Es una idea bonita, algo así como ese cuentecillo en donde la Bestia se convierte en un hermoso príncipe: nuestra visión sucia e impura queda elevada a un estatus casi divino de originaria limpidez no se sabe bien con que prodigioso encantamiento. Es algo así como la purificación de todos nuestros pecados hasta encontrarnos con la radiante blancura de nuestra alma-en-Dios… Sí, un bonito cuento.
En el siglo XX Gadamer, el padre de la hermenéutica moderna, llamó a este extendido cuentecillo “el prejuicio de los prejuicios”. Este prejuicio del racionalismo es el que plantea en primer lugar que todo prejuicio es malo y en segundo lugar que es posible un conocimiento desprejuiciado (generalmente el que el mismo racionalismo representa). Gadamer combate este prejuicio por varias razones la primera y principal es que es imposible juzgar sin prejuicio, el prejuicio es un modo de estar ya en el mundo sin el cuál no es posible el acto interpretativo. No es posible conocer lo que hay aquí escrito sin saber al menos el idioma español, sin ese “preconocimiento” no es posible el conocimiento. Por lo tanto, concluyó Gadamer, el prejuicio de los prejuicios pretende una tarea imposible: conocer ex nihilo. Realmente, nuestro conocimiento del mundo se presenta como preconstruido, prejuiciado.
Al mismo tiempo que Gadamer declara la imposibilidad de conocer sin el prejuicio constataba el peligro de tal pretensión: convertirnos de portadores de prejuicios en prisioneros de prejuicios. El prejuicio no conocido, ignorado es el prejuicio peligroso ya que no podemos controlar sus efectos; el racismo, sexismo o fanatismo religioso son prejuicios «malos» en tanto que no comprenden que son prejuicios es decir, herramientas para conocer la realidad y se creen verdades-bastiones desde los que calibrar al mundo. La realidad queda deformada y violentada por estos prejuicios que niegan serlo… Con “el prejuicio de los prejuicios” pasa algo parecido: aquel conocimiento que se considera puro y desprejuiciado es presa fácil del fanatismo ya que olvida su carácter instrumental y se pretende absoluto. Este es el peligro del racionalismo.
El prejuicio del racionalismo es pensar que la simplificación de la realidad muestra su verdad. La simplificación es una herramienta que permite conocer e instrumentalizar a la realidad pero no es el acceso único hacia esa realidad impenetrable que hay fuera de nosotros. La limpieza y pureza de nuestra mirada nos muestra un mundo sencillo y asible pero su sencillez y comprensibilidad no implica, en ningún caso, que ese mundo sea el verdadero. En definitiva, el prejuicio del racionalismo es confundir simplicidad con verdad.
La bella historia de “Un mundo sin historia”:
Pero en un mundo en cambio y fluctuante ¿cómo podemos establecer la simplicidad sin parecer unos necios? Vemos que la transformación de la realidad es continua, la vida y la muerte se entrelazan sin fin, nuestro corazón es un mar de sentimientos encontrados, los diez mil objetos bailan a un ritmo frenético e incomprensible… ¿dónde encontraremos la pureza? ¿dónde la sencillez esencial? No en este mundo pero sí en el universo de nuestra fértil imaginación.
Introduciendo el mundo imaginado, el universo soñado de realidades estáticas y simples en este mundo real de cambio continuo es como el racionalista vence al flujo de la realidad y la convierte en verdad. La introducción de este mundo ideal desde el ámbito de la imaginación al ámbito de la realidad es lo que permitió la dicotomización de la realidad; gracias a esto el mundo adquirió una naturaleza dual: por un lado existe una faceta del mundo cambiante y por otra una estática y simple. Es la dualidad de apariencia y realidad. El mundo aparente para el racionalista es el mundo que vemos en el que impera el cambio pero este mundo es una fantasmagoría de otro mundo más real, de hecho, el verdaderamente real. Ese mundo real es un mundo fijo y no sujeto al cambio ni a la transformación, nosotros vemos el cambio porque poseemos una mirada ensuciada por ese puro fluir, el filósofo racionalista ve más allá de esta apariencia ilusoria el mundo real eternamente sin cambio.
Sin embargo, no conviene olvidar que este mundo eterno e inmutable fue antes que nada una herramienta para comprender el mundo. El mundo de las cosas fijas es el mundo creado por el hombre primitivo que necesitaba recordar los caminos a pesar de los cambios habidos en ellos, que necesitaba reconocer unas huellas a pesar de que estuviesen borrosas o fuesen parciales. El hombre de los primeros estadios evolutivos y el perro de Pavlov necesitan crear un mundo de regularidades para sobrevivir en él pero, digámoslo una vez más, ese mundo no es más que un recurso adaptativo para la supervivencia y no una visión más penetrante de la verdad del mundo. Irónicamente, el mundo considerado más real por el racionalismo era, precisamente, el mundo más ilusorio fruto de la mente primitiva en su lucha por subsistir.
La dualidad Realidad y Apariencia es la madre de todas las dualidades: Dios (eterno) y el Mundo (cambiante); el alma (inmortal) y el cuerpo (corruptible); las Leyes del Universo (fijas y matematizables) y el Universo mismo (que cambia al ritmo de sus leyes). La historia queda vencida y se transforma en destino.
Estando el racionalismo imbuido por el anhelo de estabilidad no puede tener mayor enemigo que la historia entendida como flujo incesante de acontecimientos. Al mundo aparente se le puede permitir poseer historia pero no al mundo real; si queremos dotar de realidad al mundo aparente debemos luchar por extirpar la historia de él como si fuera una mala costumbre en un niño pequeño. El fruto de este deseo racionalista de ahistoricidad más notable en el siglo XX son las grandes utopías totalitarias pero antes de analizar esto debemos explicar la curiosa evolución que el racionalismo como disciplina ha sufrido desde el siglo V a. C. hasta nuestros días.
De Platón a la tecnociencia:
Ya desde los pitagóricos existió en Occidente una atracción poderosa hacia las matemáticas que ha caracterizado a no pocos filósofos. La razón es bien sencilla a poco que se piensa: las matemáticas representan ese conocimiento soñado por el racionalismo, un conocimiento indubitable de realidades fijas no sujetas al cambio. Platón es uno de los primeros hitos de esta larga pasión; en su República sostiene la necesidad de que los Reyes-Filósofos aprendan geometría, refiriéndose a ella dice:
“Es cultivada con miras al conocimiento de lo que siempre existe, pero no de lo que en algún momento nace o muere […] Entonces, ¡oh, mi noble amigo!, atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas que dirijan hacia arriba aquello que ahora dirigimos indebidamente hacia abajo.” La República 527b
Está claro la necesidad de la geometría en particular y de las matemáticas en general para Platón: se dedica a estudiar objetos eternos y esto hace que la mente se dirija a las cosas del mundo de arriba, entiéndase al mundo realmente real.
Pero esta fascinación por las matemáticas y su sempiternidad no es exclusiva de Platón. Hasta incluso principios del siglo XX la figura del filósofo y del matemático se confundían. Otro ejemplo claro de este idilio entre racionalismo y matemáticas lo tenemos en el filósofo francés René Descartes que ha pasado tanto a la historia de la filosofía como a la historia de las matemáticas por sus importantes aportes a ambas disciplinas. En su obra “Discurso del método” expone su método de filosofar claramente similar al que usan los geómetras: axiomas, reglas, principios, etc. Culminación de este proyecto racionalista de matematización del método filosófico fue el filósofo holandés Baruch Spinoza, el título de su obra más importante: Ethica ordine geometrico demonstrata (Ética demostrada según el orden geométrico) (1677) demuestra a las claras cual era su percepción de la filosofía y la estrecha relación que debía tener con el método matemático-geométrico.
Por último, esta tradición de filósofos matemáticos ha continuado teniendo representación en el siglo XX en la escuela analítica del ámbito anglosajón que pretendía estudiar y resolver o, al menos, disolver los problemas de la filosofía a través del análisis lógico-semántico. Wittgenstein (1889-1951) es otro ejemplo de esta voluntad racionalista de unificar filosofía y matemática, el título de su obra principal “Tractatus logico-philosophicus” es, como ocurría con Spinoza muy revelador de su proyecto racionalista.
Hoy el proyecto de descubrir las verdades filosóficas a través de un método matemático-deductivo parece haber desaparecido… pero sólo lo parece. Desde el siglo XVII y en estrecha competencia con el cartesianismo surgió en Europa lo que se convertiría en el hijo legítimo del racionalismo: la ciencia positiva. En la ciencia moderna el deseo de plasmar la realidad en el lenguaje matemático queda cumplido: el mundo es transformado en un conjunto de coordenadas y datos cuantificables. La verdad de la naturaleza es “ordine geometrico demonstrata”. La ciencia y sobre todo, como veremos pronto, la tecnología son fruto del proyecto racionalista y de su pasión por la exactitud de las matemáticas. La metafísica, diría Heidegger, acabó convirtiéndose en tecnología.
La verdad de la ciencia se basa, en buena medida, en su utilidad. Verdad y utilidad, ciencia y técnica son, en este contexto, caras de una misma moneda. El fin de la ciencia es la transformación y uso de la naturaleza es decir, la creación de tecnología. De aquí que se prefiera el término “tecnociencia” para definir este tipo de conocimiento que el de “ciencia” a secas; la comunidad científica y los epistemólogos admiten la profunda imbricación que existe entre ciencia y tecnología que las hace casi indiferenciables. La tecnociencia tiene como fin y como fundamento de verdad la posibilidad de dominio sobre la Naturaleza y hace real esa famosa frase que dice “saber es poder”. El saber poderoso, el dominio instrumentalizador del mundo es el alma del conocimiento científico.
El científico ordena al mundo en el sentido de “introducir un orden u ordenación” en la realidad. Las partículas, los animales, las estrellas, en definitiva, todos los elementos del universo quedan categorizados y ordenados. Pero la ciencia racionalista también ordena en el sentido más literal, en el sentido de “dar órdenes” a la realidad ya que no sólo se contenta con clasificarla sino que fuerza a la realidad para que entre en las categorías creadas. Todo lo que no se ordene o se deje ordenar cae, sin más, en el campo de lo Otro, de lo irracional, de lo primitivo, es el campo de lo salvaje… más allá del horizonte siempre hay monstruos. A las realidades no categorizables por nuestra ciencia se les degrada como irrelevantes o se les aparta de la investigación bajo la excusa de que serán categorizables, explicables científicamente en el futuro… pero ese futuro nunca llega y ahí fuera, fuera de los barrotes de Lo Racional, sigue bullendo un mundo infinito de incógnitas irresueltas, un mundo no domesticado y probablemente no domesticable por la Razón totalizadora.
Pero no debemos asombrarnos de nada, ya vimos que uno de los rasgos de la razón incipiente del hombre primitivo era su capacidad “instrumentativa”, su capacidad de ver en el objeto no la cosa “tal cual” sino el instrumento. Esta voluntad de convertir la naturaleza en cosa, de constreñir el mundo y domarlo estaba presente ya en tan lejano pasado y está presente aún hoy en el racionalismo científico. La pasión por las matemáticas como conocimiento definitivo y la pasión por el dominio es algo que ha acompañado a la racionalidad desde, por lo menos, Platón hasta nuestros días.
El racionalismo quiso y quiere dominar el mundo con la Verdad. Pero ¿qué es la verdad? Es otro rasgo de la razón, su interés en crear estructuras estáticas, el que nos permite comprender cómo es la verdad con la que el racionalismo pretende domar el mundo: definitiva. La verdad carece de dinamicidad y de historicidad; toda desviación, todo cambio o evolución es degeneración y todo individuo que pretenda subvertir el orden de Lo Racional no es sólo un disidente, es un degenerado. Los totalitarismos de ayer, hoy y de mañana se basan en estos dos rasgos del racionalismo: simplificación estática de la realidad y voluntad de dominio. El “fin de la historia” proclamado por los teóricos de las democracias liberales es un claro reflejo de las teorías totalitarias del marxismo o fascismo que plantearon en el plano político la creación de “el Paraíso en la tierra”; en este Paraíso nada cambiaba ya que era perfecto y si algo cambiaba era para alejarnos del Sumo Bien. Es comprensible, que este tipo de pensamiento generase y genere tanta violencia contra sus oponentes: los oponentes a la utopía ahistórica son como la serpiente del Edén que querían provocar la caída del hombre de este estado idílico, eran y son un enemigo maligno y mal intencionado… sólo cabe su aniquilación. El utopismo totalitario y el utopismo democrático coinciden en haber alcanzado “el mejor de los mundos posibles”, más allá solo se extiende la desolación. Pero en realidad la desolación está más acá… aquí mismo.
La necesidad de la Razón.
Seamos ecuánimes. La crítica al racionalismo no puede obviar su radical necesidad. La razón simplificadora e instrumental no es más que un recurso adaptativo del hombre, recurso adaptativo del que no podemos prescindir ni siquiera aún hoy. La técnica, con todas sus contraindicaciones, es hoy más imprescindible que nunca y negar esta dependencia sería un acto de hipocresía imperdonable. De igual manera, las simplificaciones estáticas que he criticado más arriba son las que permiten estructuras tan necesarias para la evolución y el desarrollo de la humanidad como el lenguaje, la sociedad, la familia, el sistema productivo, etc. El lenguaje, efectivamente, es fruto de innumerables simplificaciones: la palabra “flor” contiene un universo de objetos diversos pero incluso la palabra “rosa” incluye dentro de sí una diversidad incuantificable de rosas (rojas, blancas, pequeñas, marchitas, nacientes, grandes, etc.). Pero aún comprendiendo el papel simplificador y racionalista del lenguaje ¿podríamos prescindir de él? Es evidente que no.
La racionalidad y toda su progenie (lenguajes, tecnologías, estructuras sociales…) son por un lado necesarias pero por otro asfixiantes y antivitales. ¿Qué hacer?
Hemos quedado atrapados en nuestra propia red, y nos hemos convertidos en cazadores cazados. La razón fingía y tendía trampas a nuestras presas pero tal capacidad se volvió contra nosotros y sufrimos el engaño de que no hay engaño; el olvido de que la razón es sólo una herramienta con la que hollar el fértil campo del Ser mas noel Ser mismo”; olvidamos que nuestras estructuras estáticas y simples no eran más que plasmaciones de nuestras limitaciones y creímos que nos mostraban “la esencia del Todo”; soñamos que en el agujero que hicimos en la arena de la playa podríamos meter el mar entero y cuando vimos que no era posible cerramos nuestros ojos al mar. El poder engañador de la razón nos engañó a nosotros mismos.
¿Y si no hubiera sido así, y si hubiéramos comprendido los límites de nuestras herramientas? ¿Y si hubiéramos comprendido que era imposible llegar al cielo construyendo la torre de Babel? Ese fue nuestro error, no haberlo comprendido, llenarnos de orgullo racional e hincharnos como esos sapos que se llenan de aire para aparentar ser grandes. La razón como instrumento no poseía en sí ninguna maldición, se convirtió en maldita cuando quisimos alcanzar la belleza de las estrellas con precisas fórmulas matemáticas. Es hora de enmendar ese error.
La verdad y el gozo.
Volvamos otra vez a los más remotos orígenes del racionalismo, a ese ser mitad hombre mitad homínido que hizo uso por primera vez de su capacidad racional. Un día en su cueva, cansado de cazar, de huir, de sobrevivir, manchando sus dedos con tinturas dibujó en las paredes de su caverna las líneas de una mujer, de una fiera o de la deseada lluvia. Por la noche, cansado de sobrevivir, bailó al ritmo de gritos desacompasados y percusión de tambores y por la mañana adornó su primitiva hacha o lanza con dibujos geométricos. Y así ese homínido se convirtió en hombre. Cansado de las simplificaciones, de las racionalizaciones el hombre creó el arte, la danza, el adorno y los dioses como descanso de su corazón. El hiperintelectualismo de nuestra especie la empujó hacia la huida de lo mismo que la sustentaba en la existencia: la razón; y pronto nos refugiamos en lo otro, en lo que no podíamos sistematizar ni clasificar, en lo espontáneo. Un racionalista llamaría a esto el mundo ilusorio, nosotros lo llamaremos sencillamente “el otro mundo”.
El universo de los espíritus es el universo de lo otro, el universo de “lo que no se ve”. Es otro mundo que es inabarcable por las estructuras de nuestra razón, un universo que desconocemos y que está siempre hostigado por nuestra razón pero que nunca queda abarcado totalmente por ella; si lo fuera ya no sería “el otro mundo” sino que sería este de aquí que es comprendido por nuestro lenguaje estructurante. El arte como inspiración, como fruto de un genio particular muestra a las claras que también el arte pertenece a este otro mundo. El otro mundo no es el mundo de la verdad sino del gozo, el mundo de la vida.
Y aquí vamos terminando para proponer la solución al enigma de la única manera que se puede solucionar dignamente: con otro enigma. Nos preguntábamos cómo podíamos vivir necesitando a la razón pero sin dejarnos anquilosar y desvitalizar por ella; a través del gozo. La vida se muestra no sólo como verdad (razón) sino también como gozo (voluntad). Una y otra se necesitan, una y otras están en una tensión radical, ese es el enigma irresoluble de nuestra existencia porque no es posible gozo sin verdad pero tampoco la verdad sin gozo. Un gozo sin verdad nos lleva a la locura, a la desligazón entre el yo y el mundo; una verdad sin gozo nos lleva al erial de lo inmutable, a la inmutabilidad de lo no vivo.
¿Pero cómo? No lo sé. Gozo o verdad, verdad o gozo… dos músicas que son casi imposible bailar a la vez. Quizás sólo en una cuerda sobre el abismo, quizás sólo precipitándonos en él, quizás cabalgando dormidos sobre el lomo de un tigre hambriento…
O quizás como reza un sencillo haiku:
Este mundo ilusorio
Es sólo ilusión
Y sin embargo, y sin embargo…
Bibliografía consultada.
F. Nietzsche; Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
L. Racionero; Oriente y Occidente.
publicado originalmente en 2007